El Torreón de Arroz
“¡Qué nombre tan bonito: Torreón de Arroz!”, exclamó M., con la convicción y el entusiasmo de los siete años, cuando
le anunciamos adónde viajaríamos. Y entre nosotros al pueblo le quedó ese topónimo
como de cuento, de castillo que custodia los dones mágicos de un enjambre de
hadas.
Tanto a la ida como a la vuelta, nos pusimos nuestros ojos de niños y nos maravillamos con las sucesivas metamorfosis del paisaje: del verdor húmedo a la maleza blanquecina, de la montaña a la meseta, del gentío a la cabaña derruida, de la música electrónica retumbando en los coches al pasodoble de banda municipal y fiesta mayor. ¡Qué distinto es el mundo en el pueblo de al lado del de al lado del de al lado!
En Torreón de Arroz descubrimos prodigios escondidos entre el asfalto y el tráfico incesante. Una mujer leía para siempre en la plaza, y en la fuente cantaba una rana solitaria. Una banda de críos –el cabecilla no tendría más de nueve años– se escondía de la policía en el portal de una taberna andaluza. Dentro, se ofrecía a los parroquianos el número 69696 de la lotería de navidad. ¿O era el 96969?
Dos cabinas londinenses, coloradas y vacías, flanqueaban la calle del teatro. Quien entrase en una de ellas podría comunicarse telepáticamente con quienquiera que se encontrase en la otra. Además, encontramos una rotonda perversa cuyos semáforos atrapaban a los peatones desavisados. “Más de quince se tarda en dar la vuelta entera: estuvimos cronometrándolo con un amigo” nos consoló un lugareño anciano y compasivo, y no sabemos si con “quince” se refería a minutos o a días.
En el hotel, la moqueta nos acunaba en sus mullidas hebras y amortiguaba los gritos de los ogros huéspedes y el desdén de los agrios recepcionistas. Alegres ninfas provistas de aspiradora la mantenían eternamente impoluta y perfumada.
En el parque, caminos alfombrados de hojas secas, sombra fresca, gatos, dos niños que leen –absortos, ajenos al trajín de mañana de sábado–. En los puestos de libros de ocasión, un cliente que no pretende comprar nada, sino trabar conversación imposible con el librero taciturno, y un caleidoscopio de papeles. En las plazas, vigorosos o melancólicos músicos callejeros. En los bares, vocerío y cerros de patatas fritas. En las gasolineras, ¡qué se le va a hacer!, gasolina para seguir rodando. En la carretera, camiones y cabras y cerdos y vacas y aguiluchos y cigüeñas y toros recortados en vallas publicitarias y clubes nocturnos con el mismo rótulo de neón rematado con distintos números romanos.
En casa, al fin, silencio y una nevera que bosteza. En sueños, un alto y marfileño Torreón de Arroz.
Tanto a la ida como a la vuelta, nos pusimos nuestros ojos de niños y nos maravillamos con las sucesivas metamorfosis del paisaje: del verdor húmedo a la maleza blanquecina, de la montaña a la meseta, del gentío a la cabaña derruida, de la música electrónica retumbando en los coches al pasodoble de banda municipal y fiesta mayor. ¡Qué distinto es el mundo en el pueblo de al lado del de al lado del de al lado!
En Torreón de Arroz descubrimos prodigios escondidos entre el asfalto y el tráfico incesante. Una mujer leía para siempre en la plaza, y en la fuente cantaba una rana solitaria. Una banda de críos –el cabecilla no tendría más de nueve años– se escondía de la policía en el portal de una taberna andaluza. Dentro, se ofrecía a los parroquianos el número 69696 de la lotería de navidad. ¿O era el 96969?
Dos cabinas londinenses, coloradas y vacías, flanqueaban la calle del teatro. Quien entrase en una de ellas podría comunicarse telepáticamente con quienquiera que se encontrase en la otra. Además, encontramos una rotonda perversa cuyos semáforos atrapaban a los peatones desavisados. “Más de quince se tarda en dar la vuelta entera: estuvimos cronometrándolo con un amigo” nos consoló un lugareño anciano y compasivo, y no sabemos si con “quince” se refería a minutos o a días.
En el hotel, la moqueta nos acunaba en sus mullidas hebras y amortiguaba los gritos de los ogros huéspedes y el desdén de los agrios recepcionistas. Alegres ninfas provistas de aspiradora la mantenían eternamente impoluta y perfumada.
En el parque, caminos alfombrados de hojas secas, sombra fresca, gatos, dos niños que leen –absortos, ajenos al trajín de mañana de sábado–. En los puestos de libros de ocasión, un cliente que no pretende comprar nada, sino trabar conversación imposible con el librero taciturno, y un caleidoscopio de papeles. En las plazas, vigorosos o melancólicos músicos callejeros. En los bares, vocerío y cerros de patatas fritas. En las gasolineras, ¡qué se le va a hacer!, gasolina para seguir rodando. En la carretera, camiones y cabras y cerdos y vacas y aguiluchos y cigüeñas y toros recortados en vallas publicitarias y clubes nocturnos con el mismo rótulo de neón rematado con distintos números romanos.
En casa, al fin, silencio y una nevera que bosteza. En sueños, un alto y marfileño Torreón de Arroz.
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