Los claros días de Nevada
Quizá escriba uno tal y como es. Quizá la voz limpia, flexible y curiosa, clara –nunca dogmática– y preñada de imágenes, del narrador de Días de Nevada pertenezca también a su autor, Bernardo Atxaga. Quizá el escritor haya condensado el artificio literario hasta conseguir reducirlo a la expresión del hombre mismo, como si hubiese cincelado minuciosamente una máscara que muestra fielmente quién es en realidad.
Por eso, Días de Nevada se lee como una obra sincera, que ha renunciado a impostar la voz. Poco importa la veracidad del relato de los hechos: lo que maravilla es que tales hechos, recuerdos, sueños o pensamientos, están narrados con palabras honestas y sencillas. Este libro no grita ni atosiga, no proclama ni impone nada, no enarbola banderas de ninguna causa ni le erige un altar a la experiencia vital del escritor. Simplemente pasea al lado del lector y va contándole afable, que no complaciente, cuán inmenso es el mundo, complejo el hombre, inexorable el tiempo, sutiles e imprevisibles los afectos, múltiple la belleza, palpitante la cotidianidad, precario y sorprendentemente duradero el equilibrio en que discurre la vida…
Cuanto Bernardo Atxaga cuenta aquí nos resulta, a la vez, exótico y hondamente familiar: nuestros son los paisajes del oeste americano –aunque jamás hayamos puesto un pie en ellos–, nuestras las emociones de quien se acerca por su propio pie a lo desconocido, y nuestro el descubrimiento agridulce de que la lejanía derrama una luz súbita e intensa sobre aquello que, mientras estábamos cerca, permanecía indefinido entre sombras.



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