El antropófago


Un fantasma estremece al fútbol: el fantasma del atavismo.

Durante décadas, hombres embravecidos por el esfuerzo y el afán de victoria han alternado el juego honesto con la arremetida ponzoñosa. Y como los partidos son largos pero las actas breves, a menudo se han perdido en el olvido federativo acciones que le helaban la sangre al espectador sereno, esto es, al aficionado que no sucumbía al trance forofo. A esas agresiones la prensa solía dedicarles fotografías a todo color; ahora la tecnología nos las ofrece desde seis ángulos distintos, a cámara lenta y con vectores superpuestos que calculan la trayectoria y la fuerza del impacto. Por reiteradas, tales actuaciones han dejado de parecer reprobables y punibles, y se han vuelto costumbre, meros lances del juego que salpimientan la emoción en la grada y llenan horas de retransmisiones o páginas de periódicos.

Hasta ayer, cuando una representante bien vestida de un organismo internacional que vela por la limpieza de la competición anunció la sanción de nueve partidos alejado de su selección y cuatro meses sin siquiera acercarse a un campo de fútbol para el jugador que propinó una dentellada a su rival en plena efervescencia deportiva. La mordedura no constó en el acta ni mereció medida arbitral alguna, pero se ha granjeado un castigo ejemplar.

Ninguna agresión al uso hubiera levantado tantas ampollas. Una carga física rocosa, un contundente choque de cabezas, una entrada a destiempo que acaba en colisión, un codazo o un manotazo alevosos… Eso y más sucede partido tras partido y el reglamento lo absorbe sin aspavientos: bastará un “sigan, sigan” o una tarjeta, una advertencia o una expulsión. En el campo se libra una lucha, y ese mismo organismo internacional que hoy se escandaliza del mordisco consiente jugadas que el código penal discutiría. ¿Por qué el delantero dentón debe ser combatido con mayor furia que el corpulento, el cabezón, el desmedido, el de las manos largas o el de la rabia fácil? Porque asusta.

El hombre que se lía a mordiscos nos remite a nuestro pasado antropófago. Refleja con demasiada nitidez la brutalidad atávica que anida aún en nosotros, por más capas de maquillaje de cordura y de terciopelo de respetabilidad que nos echemos encima. Escondámoslo deprisa debajo de la alfombra.

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