Ensayo sobre teatro (X): HISTORIA DEL TEATRO

¿Ya está? ¿El fin de nuestro pequeño teatro agonizante ha culminado? Pongamos que así sea, pongamos que estos tres ESPECTADORES –que flotan en el espacio, condenados a alimentarse con las toneladas de caramelos de cereza que les lastran los bolsillos– hayan sido testigos de su extinción.

¿Debería el Teatro que Todo lo Contiene preocuparse por ello? Al fin y al cabo, no muere un organismo con la muerte de una célula, sino con la de todas. Pero la muerte de una célula afecta al resto. No hay muerte inocua. Los ESPECTADORES han asistido a una extinción minúscula de la que ni siquiera han sido conscientes. Extinción inapreciable que, no obstante, con el paso del tiempo se revelará determinante en el ulterior desarrollo del teatro.

La historia del teatro, como todas, no está previamente determinada, sino que se escribe cada día. E igual que sucede en la naturaleza, nadie advertirá el peligro hasta que la amenaza penda sobre los destinos de los seres monumentales, pues cualquiera se da cuenta del hueco inhabitado que deja una ballena ausente o un iceberg derretido, pero pocos echarán de menos un colibrí o un canto rodado. No obstante, una desaparición conlleva otra.

El teatro desamparado está expuesto a la misma intemperie que acosa a todas las artes sin sustento. Sin embargo, por su carácter presencial y efímero, el reloj del teatro corre más deprisa. Me dirán que el hambre agudiza el ingenio y que el verdadero talento acaba por salir a la luz, y yo les responderé que Van Gogh sufrió penalidades y humillaciones y que en vida fracasó estrepitosamente como artista. Su fracaso, es evidente, no fue definitivo: su obra ha sido ampliamente reconocida y por sí misma avala la labor del pintor que trascendió los logros artísticos de sus contemporáneos, que supo desarrollar un arte personal y altamente conmovedor, que depuró hasta el extremo su mirada y su técnica, que para hacerlo se sobrepuso al dolor, a la consternación, a la miseria. Sin embargo, podemos saber todo esto porque, a su muerte, Van Gogh nos legó los frutos milagrosos de su trabajo.

El teatro, en cambio, sucede en presente perpetuo. El teatro pasa y su impresión permanece en la memoria de quienes allí y entonces estuvieron. De quienes están aquí y ahora. Solamente nos es dado conocer de veras el teatro en que tomamos parte como espectadores privilegiados. El resto de nuestro conocimiento sobre teatro procede de fuentes diversas, más o menos fiables, que recogen impresiones sometidas siempre a la subjetiva manipulación de su autor. Esa corriente de siglos que os ha traído el teatro está formada por papiros, cartas, diarios y memorias, piezas manuscritas, caudales, artículos –de pensadores de distintas épocas a quienes concedemos autoridad– sobre espectáculos, ediciones de textos dramáticos publicadas sin consentimiento de su autor en la versión que alguien copió directamente de las tablas, conferencias públicas o anotaciones privadas de hombres y mujeres de teatro, programas de mano que afortunadamente nadie redujo a bolitas… En las últimas décadas proliferan además los manuales de interpretación, escritura dramática o dirección –como si el teatro y el bricolaje casero compartiesen complejidad–.

Pero el teatro no puede permitirse prescindir de la fuente primordial del agua que lo lleva: la transmisión directa del conocimiento teatral a través de la práctica, el aprendizaje inmediato –esto es, de persona a persona– y la influencia necesaria entre creadores contemporáneos. Esta transmisión directa se asemeja a una inmemorial carrera de relevos en que corredores de cada época transportan una antorcha –cuyo fuego es divino como la prometeica llama olímpica–. Cada corredor se entrega como si fuese el único, como si pudiese ser el último, porque sabe que su esfuerzo será compartido y –relativamente– breve: no durará más que su propia vida. ¿Cuánto dura una vida? Lo que aquí importa, lo verdaderamente indispensable, es que la llama perdure, que no se apague, que encienda a su paso lucecitas –cerillas, candelas, cirios, candiles, quinqués– de belleza y duda moral en el alma de los hombres.

Dejando sin amparo el pequeño teatro, saqueándole recursos y fuerzas para mayor gloria de las estructuras económicas, soltándolo a la arena de la oferta y la demanda, el hombre favorece que el fuego se consuma. Quizá tampoco importe tanto. Quizá los hombres y mujeres de teatro debamos sentarnos a contemplar los devastadores efectos que causa en el teatro la imparable evolución de las especies: cómo el teatro mejor adaptado se impone, cómo se convierte en el único teatro posible y cuánto tiempo pasa hasta que un pez aún mayor se lo acabe comiendo también a él.

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