Ensayo sobre teatro (V): PROTESTA Y ELOGIO DEL ARTE DRAMÁTICO
Se hace tarde, saldré a comer. Los hombres y mujeres de teatro también comemos; poco, la mayoría, y aun así demasiado para quienes sostienen que, cuando trabajas en algo que amas, ya puedes darte por bien pagado. O para quienes cultivan la imagen doliente del artista procedente del romanticismo más tuberculoso, o la del proscrito medieval condenado a arder en el infierno.
Molière,
gigante entre los gigantes de las letras y las tablas, recibe hoy a sus
visitantes fervorosos en una parcelita bien cuidada con verja y jardincillo que
comparte con La Fontaine en el parisino cementerio de Père Lachaise. Allí lo
alojó en el año 1817 Chabrol de Volvic, prefecto del Sena. Unos ciento
cincuenta años antes, cuando en 1673 murió, la Iglesia y la ley consideraban
inmoral la profesión de actor y comediógrafo; por tanto, sólo pudo aspirar a un
entierro nocturno entre los no bautizados, y aun eso gracias a un permiso
especial del rey. En el mismo camposanto, bajo el impactante
monumento funerario de Jacob Epstein expuesto a una intemperie de besos con
carmín y ráfagas fotográficas, reposa –a instancias de una benefactora
misteriosa– el genio destronado, repudiado, abandonado: Oscar Wilde. Ambos
fueron hombres de teatro triunfantes y hombres despeñados cuya memoria se
restauró solamente con el correr de los años; y eso que su historia constituye la cara
brillante del oficio. La cruz es mucho más mohosa y mísera.
Pero el
bocadillo de panceta me sabe a gloria, así que me da por cambiar de tema y
referirles el extraño poder seductor del teatro: la creación dramática ejerce
una atracción profunda que enraíza con vigor creciente en el artista, quien,
imbuido de pasión, resiste los embates feroces y las decepciones de carácter
práctico porque en contrapartida el teatro le prodiga inagotable satisfacción
en lo artístico. Muerdo el pan crujiente, paladeo la grasa tibia y me digo que
el camino del arte se explica en buena medida con el cuento de la camisa del
hombre feliz. Discúlpenme la ñoñería: los bocadillos de panceta me enternecen
sin remedio.
Esto no es una
oda, sino un ensayo que se propone desentrañar un ovillo bien embrollado: el de la falsa premisa según la cual la grandeza del trabajo artístico, la genialidad teatral,
depende inextricablemente de la extravagancia, el misticismo o la insoportable
estupidez iluminada del proceso de creación. Por el contrario, defiende la
labor prosaica y cotidiana, cuidadosa y honesta, sin hechicería ni aspavientos,
como vía hacia el más elevado arte teatral.
Una corriente
de siglos ha traído hasta nosotros el teatro y, con o sin panceta, debemos
decidir cómo sumergirnos en ella: como arena en suspensión; como estrellas,
caracolas o caballitos de mar; como placas de hielo; como negro reflejo del
infinito cielo sin luna; como batallón de piedras que permitan cruzar de
puntillas la superficie… o como una bolsa de plástico descolorida y agujereada
flotando a la deriva, sin norte ni belleza, mero resto corrompido de una
filosofía utilitaria.

Comentarios
Publicar un comentario