He vuelto
El asunto de los moáis se quedó en agua de borrajas: la
sociedad secreta que me encargó el artículo se disolvió el día de año nuevo. Se
ve que sus miembros tuvieron más de dos palabras en Nochevieja, que acabaron
tirándose de las barbas y que en lo único en lo que consiguieron ponerse de
acuerdo fue en mandarse los unos a los otros a freír espárragos. No sé más. El
capitán del barco recibió la notificación en código morse y me la fue
traduciendo como Dios le dio a entender, porque el pobre hombre estaba sordo
como una tapia.
La cuestión es que a mitad de camino ya dimos media vuelta.
La tripulación estaba que trinaba con la extinción abrupta de aquel contrato
que habían previsto duradero. Para evitar un motín, el capitán les propuso volver
sin apretura y hacer así una visita a los amigos, familiares y antiguos
compañeros de cada quien que nos viniesen de paso. Entonces el jolgorio fue
unánime. Más que de mareos, los marineros sufren de soledad: siempre en alta
mar, escriben cartas que raramente reciben respuesta –porque sus corresponsales
no saben a dónde dirigirla–. Pero cuando por fin regresan a casa una temporada,
extrañan esa vida de aislamiento compartido al vaivén de las mareas. El corazón
se les acostumbra al remojo, y se les seca si duermen lejos del agua.
Yo no he llegado a acostumbrarme, pero sí que he vomitado
por la borda, he escrito poemas salados, he bebido ron de contrabando, he
coreado canciones de marinos y he tomado tantos puertos que he perdido la
cuenta. Mas no se vayan a poner románticos: todas las costas que avistábamos, y
las que pisábamos, estaban plagadas de urbanizaciones abandonadas a medio
construir, con sus intrincadas calles asfaltadas y sus brillantes farolas
alumbrando la noche vacía.
Cuando por fin llego a casa, resulta que la prima Flauberta se ha marchado sin avisarme y que el gato se revuelve con una
indigestión navideña aguda. ¿Será éste un buen año? Lo será: bien está lo que bien
acaba, empiece como empiece…
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