Magro y las escritoras ágrafas (VII)

El chófer sudó a chorretones. Sólo resopló en una avenida empinada, adoquinada, repleta de coches de caballos y frecuentada por un tranvía de época. No profirió ni una queja. 

En otros tiempos había sido ciclista profesional, de competición y no de transporte, gregario de un equipo que participaba en las grandes vueltas, en las clásicas y en los critériums. Había sufrido mucho a los pedales; casi echaba de menos aquel dolor. 

Su nuevo oficio consistía básicamente en esperar: a que alguien lo requiriese, a que se decidiesen a subir o no según la tarifa, a que se decantasen por una u otra ruta, a que se hartasen de echar fotos en las paradas intermedias, a que el día siguiente fuese mejor… Empezaban a impacientarlo aquellas jornadas dilatadas y apáticas. 

El viajero que se arrellanaba en el asiento trasero en ese momento, en cambio, tenía bien claro a dónde iba, le ahorraba el cotorreo de cortesía y no le había regateado ni un real. “¡Cómo me gustaría trabajar siempre para este gordo!”, se decía, apretando los dientes por el esfuerzo. 

Mientras, Magro cavilaba. Sabía que en todos y cada uno de los despachitos impolutos –en los que jamás se había emborronado un triste papel– encontraría el hueco flamante que habría dejado el robo de los manuscritos. Sabía que tenía que haber una buena razón para que Eduardo se reapropiase del material con tanta celeridad en ese día concreto. Sabía que no era casual que la fecha elegida coincidiese con la de la entrega del premio internacional Pepe Natas –a la que, indudablemente, un negro no estaría invitado–. Y, a pesar de que hubiese asistido a la muerte inexplicable de aquellas veinte jóvenes volátiles y a su aún más inexplicable resurrección, sabía que el escritor no estaba loco. O era así, o debían estarlo ambos. Se rio para sus adentros y descartó este punto. 

Cucharilla en ristre, abrió cuantas cerraduras se interpusieron entre él y sus comprobaciones. Una casa tras otra, le esperaban la ausencia de las cajas y una ventana abierta de cortinas ondeantes. En la última casa topó también con una doncella uniformada que le cerró el paso y lo conminó a esperar hasta que la señora volviese de la peluquería y de la modista –adonde había ido para lucir espléndida en la ceremonia de aquella noche–.

—¿No estaba usted avisada de mi visita? –improvisó el comisario. 

—¿Debía estarlo? –lo rebatió ella secamente. 

—¡Qué contrariedad! –suspiró Magro–. Soy inspector de Patrimonio Cultural. Nuestras revisiones se producen siempre por sorpresa, pero siendo su señora quien es –aquí la miró afectando complicidad y admiración– nos tomamos la libertad extraoficial de informarla, para que lo tuviese todo a punto. Cada escritor está legalmente obligado a mantener en escrupuloso orden su archivo profesional, para que éste pase, a su muerte, a la Biblioteca Nacional; nosotros velamos periódicamente por el cumplimiento de esta norma. ¡Si supiese usted cuántos autores son descuidados! ¡Cuántas multas nos vemos obligados a imponer! 

Existen tantas leyes incomprensibles y tantos funcionarios sancionadores cuya existencia nadie conoce hasta que se abalanzan contra el ciudadano inadvertido, que la criada pasó unos segundos presa de la duda. Asentía, negaba, balbuceaba, se encogía de hombros, se mordía los labios, ¡hasta miró al cielo juntando las manos! Finalmente, resolvió acompañarlo al estudio de su señora. 

—Todo está como debe, ¿ve usted? Ni un folio ni un lápiz fuera de sitio. Hasta la papelera está como los chorros del oro –se defendía, asustada–. Creía que había cerrado esta ventana… –murmuró, y a continuación exclamó–: ¡El chirimbolo! ¡Han robado el chirimbolo! 

–¿El qué? 

–La estatua, el premio ése, debería estar junto a la fotografía… Siempre está ahí… ¡Hay que avisar a la policía! 

–Soy policía. 

–¡Usted es vigilante! ¡Hay que llamar a los de verdad! ¡A los que persiguen a los malos! ¡A los que les dan su merecido! 

–Escúcheme bien: soy policía. Estoy en misión secreta y no puedo desvelarle mi identidad, pero yo me haré cargo de este robo. Guarde silencio sobre este asunto hasta que contacte de nuevo con usted. 

–Debo contárselo a mi señora. 

–No. Tampoco ella debe saberlo todavía. 

–¿Y si se da cuenta? 

–En cuanto llegue, haláguele el peinado y el vestido. Ella no tendrá ojos más que para sí misma. 

–¿Cómo me dará permiso para confesárselo? 

–La telefonearé y le diré esta contraseña: “Miel sobre hojuelas”. ¿La recordará? 

–¡Pues claro! ¡Si acabo de freír tres bandejas para la recepción informal que dará la señora después de recibir el Pepe Natas! 

–¿De veras? 

–¿Quiere probarlas? 

–Con toda mi alma. 

Hacía años que no le hincaba el diente a unas hojuelas. Por si su suerte fuera poca, como en una carambola perfecta, acababa de enterarse de que Eduardo no sólo se estaba llevando los manuscritos, sino también los galardones que sus libros se habían ido granjeando, y de quién iba a ganar el gran premio de aquella noche. 

El círculo se cerraba. El caso estaba casi resuelto. Y las hojuelas sabían a gloria bendita.

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