Magro y las escritoras ágrafas (V)

Según dedujo el comisario, cada caja contenía los manuscritos de una novela distinta, si bien manuscritos no era más que la denominación genérica de la primera versión impresa del libro. No encontró ni una triste nota de puño y letra de nadie, ni una corrección al margen, ni un garabato distraído, ni una fecha ni un tachón. Nada que delatase la identidad del autor de aquellas páginas, agrupadas por capítulos y pulcramente atadas con cordel de algodón anudado con un ocho doble.
            En la portada de cada uno de esos originales figuraba el tampón de la editorial. El comisario anotó el nombre, la dirección y el teléfono y le confió las cajas al camarero.
            —Que nadie sepa que las guarda usted.
            —¿Ni siquiera el joven que le acompañaba? ¿El de los buñuelos?
            —Sobre todo ocúlteselo a él. Se trata de un asunto de vida o muerte –aborrecía, por manida, la dichosa frase, pero ¿qué le iba a hacer, si por una vez era completamente cierta?

Afortunadamente, el tren lo dejó a sólo dos calles de las oficinas centrales de Pepe Natas Ediciones. La recepcionista lo miró con indisimulada lástima y lo abordó sin pudor:
            —No perdamos el tiempo, usted y yo. Entrégueme a mí su novelita porque, por mucho que espere, nadie va a recibirlo. Y vuélvase a su casa sin aspiraciones: nunca leen los manuscritos no solicitados. Ni siquiera leen los manuscritos que acaban publicando. Aquí no se lee.
            Se limaba las uñas mientras le hablaba.
            —Me va a disculpar, señorita Pepis: no soy escritor sino policía. Investigo un caso de asesinato relacionado con esta editorial en el que de momento han muerto veinte jovencitas; hasta que no lo hayamos resuelto, nada impide que sea usted la próxima. Si es tan amable, comunique mi presencia al máximo responsable. Debe responder a algunas preguntas.
            —¿Asesinato…?
            —Supongo que no presta tanta atención a la higiene de sus orejas como a la belleza de sus uñas, pero ha oído bien: asesinato.
            Magro detestaba avasallar. Le repugnaba la imagen del policía autoritario, y deploraba que esa imagen se correspondiese demasiado a menudo con el comportamiento de agentes y oficiales de cualquier nivel en el escalafón. Aun así, había ocasiones en las que una palabra áspera a tiempo ahorraba inconvenientes. Nada más entrar al edificio había visto el gran panel que ocupaba la pared contigua al ascensor: una lista de los departamentos y las plantas donde estaban situados. Contó más de veinte. Si no alarmaba a aquella recepcionista descarada, corría el peligro de pasarse la tarde vagando como alma en pena por las salas de espera de veinte jefecillos diferentes.
            Mano de santo: tras unos pocos minutos de susurros y grititos telefónicos, la joven le pidió que subiese al último piso. La secretaria del señor Natas lo atendió personalmente:
            —Lamento que nuestro presidente no pueda recibirle, pero estará ausente durante toda la jornada. Quizá sepa, comisario, que hoy se celebra la velada de la entrega anual del premio de las letras vivas Pepe Natas y, como anfitrión, debe supervisar hasta el último detalle.
            —De eso vengo a hablarle, señora, de un inoportuno detalle.
            —Usted dirá.
            —Necesito el nombre completo y los datos de contacto de un negro que trabaja para ustedes…
            —¿Un negro? Se equivoca, señor Magro, en esta santa casa jamás…
            —Le ruego que agilicemos el trámite. Como habrá advertido, no he planteado una hipótesis que requiera confirmación. Lo del negro es un hecho objetivo y comprobado. Lo que quiero es localizarlo. Deme también los nombres completos y datos de contacto de las autoras que firman sus libros.
            —Pero esa información…
            —Es confidencial, me lo imagino. Precisamente por eso, lo más razonable será que nadie más sepa que me la ha facilitado.
            —Yo no puedo…
            —Usted, sí, usted. Porque si salgo por esa puerta sin lo que le estoy pidiendo, tendré que irme a buscarlo esta noche a su fiesta. Interrogaré hasta al último autor entre plato y plato.
            —Espéreme aquí.
            —Le doy cinco minutos.


Lista en mano, tachó a la señorita Ascensión y contempló los cinco nombres que aún quedaban. La prisa con que Eduardo se había deshecho de él revelaba una urgencia. Si no se había topado con nuevos cadáveres, a esas horas –cerca de las cuatro de la tarde– ya debería de haber desvalijado buena parte de esos domicilios.

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