Magro y las escritoras ágrafas (III)

—Mi querido amigo –respondió el detective tras permitir que el limpiacristales se despachase a gusto–, doy pleno crédito a su relato: a buen seguro todo tiene una explicación, por confusa y remota que ahora nos parezca. Siempre hay una causa real para cuanto acontece.

—Gracias.

—Por lo tanto, llegó usted hace seis horas… Son las…

—Las doce –señaló un opulento reloj de pared.

—Vio entrar una por una a veinte jovencitas. Las vio vagar por las habitaciones.

—Tanto como me lo permitieron esas cortinas corridas.

—Las vio sentarse a esperar en camas, sofás, divanes, sillas, alfombras… Y las vio marchitarse como lo hacen las flores, solo que infinitamente más deprisa. Marchitarse, morir y pudrirse.

—Lo juro.

—Pero entonces, mientras sus cuerpos estaban en trance de descomposición, he abierto yo la puerta, ha entrado luz del rellano y, al tocarlas, ha ido reanimándolas. Se han puesto en pie, se han arreglado la ropa y las melenas desordenadas, y han franqueado la puerta tan campantes.

—En efecto, señor...

—No me he presentado, es cierto. Julio Magro. Para servirle.

—¿Es usted...?

—Un modesto comisario con afición a los dulces, cuyo nombre aparece en la prensa mucho más a menudo de lo que sería sensato y hasta recomendable. Tanto sensacionalismo aturde a los sospechosos, y se lían a mentir a troche y moche hasta cuando son inocentes. Un engorro, Eduardo, un despropósito.

—¡Cuánto lo siento, Julio! No le importa que lo llame por su nombre de pila, ¿verdad? Sigo todos sus casos con tanta devoción que ahora casi siento como si lo conociese desde siempre... Y es usted tan perspicaz como lo imaginaba.

—No me dé jabón, buen hombre, que todavía no hemos dado por concluida nuestra pequeña charla. Hemos acordado que llevaba aquí, colgado, desde las seis de la mañana.

—Puntualmente.

—Muy pronto emprende su turno.

—Antes del alba.

—Cosa rara, ¿no cree?, siendo su tarea la de limpiar ventanales a varios metros del suelo. Una vista envidiable, la suya, que vence la oscuridad.

—Cuanto antes se empieza, antes su acaba.

—Ya. Y se hace además la manicura.

—¿A qué se refiere?

—A esas manos suaves, sin atisbo de callos o uñas descantilladas. Debe de ser el único limpiacristales de la ciudad con dedos de pianista –se demoró aquí en un silencio sagaz– o de escritor.
 
—De escritor.
 
—¿A qué vino en realidad en mitad de la noche?
 
—Yo no las he matado.
 
—Ya lo supongo; de otro modo, tendría que haberlas resucitado luego y eso se me antoja harto más improbable.
 
—Vine aquí a...
 
—... prosiga, Eduardo, vino a robar...
 
—No, Julio, no. ¿Robar? Vine a recuperar algo que era mío.
 
—¿De veras? Cójalo, entonces. Estamos los dos solos en esta casa vacía. Hoy han entrado aquí quince agentes de homicidios y veinte jovencitas lozanas, finadas y resurrectas. ¿Quién iba a pensar mal precisamente de usted? Tome lo que le trajo a este lugar y váyase con la conciencia tranquila.

Eduardo dudó de las intenciones de Magro. Después, en un arrebato, se precipitó dentro del despacho del fondo del pasillo y sacó de allí al menos siete cajas de cartón finamente empapeladas. Pesaban lo suyo y estaban convenientemente etiquetadas como "Manuscritos".

—Ya le ayudo –se prestó, agachándose fatigosamente y levantando tres de los bultos–. Salgamos de la casa antes de que aparezca su dueña: mi jefe debe de haberle comunicado la irrupción policial con empalagosa reverencia hace un buen rato.
 
—¿No va usted a impedírmelo?
 
—Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, o eso dicen.

Mientras dejaban atrás el pasaje, el sabueso reía entre dientes.

—Quizá debería tomar usted el sol. ¿No está muy pálido para ser el negro de nadie? –celebró a carcajadas su propio chiste y a continuación propuso–: ¿Le acompaño a guardar esto a buen recaudo y me invita a cambio a unos buñuelos?

Y aunque Eduardo recelaba si el comisario pretendía confraternizar o si lo estaba poniendo abiertamente bajo su vigilancia, su compañía era agradable y también él se pirraba por los buñuelos. Aun así, tarde o temprano tendría que deshacerse de él para continuar desvalijando los archivos de todas sus escritoras ágrafas. No podía posponer su plan.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Ganar

Los podadores insulsos

Sigue la pista de 'Las uñas negras'