Magro y las escritoras ágrafas (II)
Al cabo de media hora, el nutrido grupo de los agentes que se habían personado
allí sedientos de aventura y prestos a servir al prestigioso comisario,
abandonaba con gran decepción el supuesto lugar de los hechos.
—Magro, no seré yo quien le enmiende la plana, es usted una institución viva en nuestro departamento –la voz del jefe de homicidios sonaba respetuosa al otro lado de la línea telefónica–. Sin embargo, debo reconvenirlo por semejante error inexplicable. ¡Por la Virgen del Perpetuo Socorro, vamos a ser la comidilla de las comisarías de todos los distritos!
—Le aseguro, señor, que... –nuestro detective intentó exponer la fascinante inverosimilitud del asunto.
—¡No me venga con seguridades! Lo único cierto es que esta misma tarde voy a tener que hacer una visita de descargo al Consejero de Letras Mayores. ¿Sospecha usted en qué casa se ha metido a husmear sin motivo ni jurisdicción?
—Permítame que le corrija: me autorizaba cabalmente a entrar una veintena de cadáveres de jóvenes medio desnudas yaciendo por el parqué.
—¿Una veintena de qué? ¡Por la Madre de los Desamparados, no había nada! ¡Un piso lujoso, más limpio que una patena, que encima ha resultado ser el estudio de la señorita Ascensión, muy ilustre hija del Consejero y aclamada escritora de nuestra literatura nacional!
—¿Goza ella de alguna especie de inmunidad parlamentaria por consanguinidad?
—¡Por Nuestra Señora de las Angustias, no se las dé de listo conmigo, bien sabe que eso no existe!
—Pues entonces va a tener que responder ante la ley, como testigo, cómplice o culpable, eso ya se verá, del homicidio múltiple que ha tenido lugar en su propiedad –concluyó Magro sin alterarse.
—Comisario, está usted fuera del caso, o del no caso, o de lo que sea esto que nos ocupa.
—Discrepo, señor.
—¡Por Santa María de las Desgracias, me importa un comino su discrepancia! –A esas alturas su torpe diplomacia inicial se había transformado en un bramido de desesperación–: Márchese de la finca de inmediato.
—Todavía tengo cuestiones oficiales que resolver en el despacho del notario...
—¡Pues resuélvalas deprisa y salga de ahí, por la cuentas del rosario de la Hija de Santa Ana! –Y colgó, enajenado de rabia y empachado de advocaciones marianas.
Las digestiones de Julio Magro, en cambio, resistían carnicerías criminales. Se enorgullecía íntimamente de su temple estomacal. ¿Cómo iban a perturbarlo los grititos beatos de un superior? Había visto con total claridad los cuerpos inertes de veinte adolescentes de largos cabellos, apenas vestidas con ligeras túnicas de gasa, cubriendo el suelo del enorme vestíbulo. Había olido su podredumbre incipiente. Así que poco le inquietaba que de algún modo se hubiesen evaporado en los no más de quince minutos que tardaron en personarse allí los refuerzos. Cuanto más insólito le parecía, más le estimulaba aquel misterio.
Mientras se adentraba de nuevo en el piso reluciente y muy perfumado de la señorita Ascensión Hija De, advirtió que alguien lo miraba desde detrás de la ventana. Suspendido de una cuerda, provisto de esponjas y bayetas, el limpiacristales permanecía atónito e inmóvil.
—¿No prefiere usted pasar? Descanse un poco, buen hombre –lo invitó el sabueso abriéndole el batiente de una de las coloridas vidrieras.
—No se va a creer lo que acabo de ver...
—Cuénteme, cuénteme.
Y le contó que se llamaba Eduardo y que llevaba cosa de seis horas paralizado, balanceándose en su arnés: había presenciado la muerte y la resurrección de veinte jovencitas angelicales.
—Magro, no seré yo quien le enmiende la plana, es usted una institución viva en nuestro departamento –la voz del jefe de homicidios sonaba respetuosa al otro lado de la línea telefónica–. Sin embargo, debo reconvenirlo por semejante error inexplicable. ¡Por la Virgen del Perpetuo Socorro, vamos a ser la comidilla de las comisarías de todos los distritos!
—Le aseguro, señor, que... –nuestro detective intentó exponer la fascinante inverosimilitud del asunto.
—¡No me venga con seguridades! Lo único cierto es que esta misma tarde voy a tener que hacer una visita de descargo al Consejero de Letras Mayores. ¿Sospecha usted en qué casa se ha metido a husmear sin motivo ni jurisdicción?
—Permítame que le corrija: me autorizaba cabalmente a entrar una veintena de cadáveres de jóvenes medio desnudas yaciendo por el parqué.
—¿Una veintena de qué? ¡Por la Madre de los Desamparados, no había nada! ¡Un piso lujoso, más limpio que una patena, que encima ha resultado ser el estudio de la señorita Ascensión, muy ilustre hija del Consejero y aclamada escritora de nuestra literatura nacional!
—¿Goza ella de alguna especie de inmunidad parlamentaria por consanguinidad?
—¡Por Nuestra Señora de las Angustias, no se las dé de listo conmigo, bien sabe que eso no existe!
—Pues entonces va a tener que responder ante la ley, como testigo, cómplice o culpable, eso ya se verá, del homicidio múltiple que ha tenido lugar en su propiedad –concluyó Magro sin alterarse.
—Comisario, está usted fuera del caso, o del no caso, o de lo que sea esto que nos ocupa.
—Discrepo, señor.
—¡Por Santa María de las Desgracias, me importa un comino su discrepancia! –A esas alturas su torpe diplomacia inicial se había transformado en un bramido de desesperación–: Márchese de la finca de inmediato.
—Todavía tengo cuestiones oficiales que resolver en el despacho del notario...
—¡Pues resuélvalas deprisa y salga de ahí, por la cuentas del rosario de la Hija de Santa Ana! –Y colgó, enajenado de rabia y empachado de advocaciones marianas.
Las digestiones de Julio Magro, en cambio, resistían carnicerías criminales. Se enorgullecía íntimamente de su temple estomacal. ¿Cómo iban a perturbarlo los grititos beatos de un superior? Había visto con total claridad los cuerpos inertes de veinte adolescentes de largos cabellos, apenas vestidas con ligeras túnicas de gasa, cubriendo el suelo del enorme vestíbulo. Había olido su podredumbre incipiente. Así que poco le inquietaba que de algún modo se hubiesen evaporado en los no más de quince minutos que tardaron en personarse allí los refuerzos. Cuanto más insólito le parecía, más le estimulaba aquel misterio.
Mientras se adentraba de nuevo en el piso reluciente y muy perfumado de la señorita Ascensión Hija De, advirtió que alguien lo miraba desde detrás de la ventana. Suspendido de una cuerda, provisto de esponjas y bayetas, el limpiacristales permanecía atónito e inmóvil.
—¿No prefiere usted pasar? Descanse un poco, buen hombre –lo invitó el sabueso abriéndole el batiente de una de las coloridas vidrieras.
—No se va a creer lo que acabo de ver...
—Cuénteme, cuénteme.
Y le contó que se llamaba Eduardo y que llevaba cosa de seis horas paralizado, balanceándose en su arnés: había presenciado la muerte y la resurrección de veinte jovencitas angelicales.
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