Las pertenencias preciosas de E. y L.
E. y
L., una pareja de jóvenes mujeres, conviven en un pequeño piso de la calle del
Mar, en la Barceloneta. Su hogar está atestado de libros y mariposas; ellos, en
escrupuloso orden; ellas, en vuelo libre o posándose en cualquier rincón. Esos
lepidópteros con las alas cuajadas de colores o letras –¿acaso no son los
libros una especie rara de mariposa?– constituyen la parte más valiosa de su
equipaje común, el bagaje compartido que han ido recabando en sus años de
convivencia.
Las iniciales de E. y L. responden tanto a las de sus
nombres, Esme y Laila, como a las de dos de sus más emblemáticas posesiones respectivas:
Estela y el León. Se llama Estela la máquina de escribir Underwood
que Esme se encontró en la calle Aribau, recién
tirada por su anterior dueño. Pesa horrores, así que le pidió a una amiga que
la ayudase a transportarla hasta su casa de entonces. La ha acompañado a través
de las mudanzas. Y funciona, aunque ahora le falta la cinta. A Esme le gusta el
repiqueteo de las teclas al escribir en ella, y planea reservarle un lugar
especial si más adelante se mudan a un piso mayor. La máquina Estela fue
bautizada en honor al poema de Machado: “Caminante, no hay camino…”. El León de
peluche llegó en una maleta de la madre de Laila. “¿Cómo has podido vivir sin
esto?”, le preguntó atónita y espléndida mientras se lo entregaba. Se trata de
un muñeco de infancia, uno de esos leones que recibió en manada cuando era
niña: Laila nació bajo el signo de Leo y tanto su madre como su tía más querida
le atribuyen al Zodíaco una influencia poderosa en la vida.
En su primer viaje a Barcelona, Esme llegó con una maleta
ligera donde apenas había metido ropa de verano y unas pocas fotografías.
Cuanto tenía en Colombia se quedó allí, lo regaló a amigos y parientes. Cada
una de las imágenes que quiso conservar encierra una historia que la
singulariza: el bebé que Esme fue en brazos de su padre, al lado de su madre
–como al poco tiempo la pareja se separó, esta instantánea es la única que
existe de ellos tres–; de niña con su madre y su abuela en el campo, en la gran
finca de los abuelos maternos donde Esme creció; los perros que adoraba y que
al migrar dejó al cuidado de una gente que acabó por deshacerse de ellos. Por
su parte, Laila escogió llevar consigo dos álbumes chiquititos que contienen
fotografías de su niñez brasileña. Las describe amorosamente. Ilustran: a Laila
–con unos tres años– junto a la que aún es su gran amiga, un día después de
conocerse; a Laila sentada con entusiasmo incontenible frente al regalo de
Pascua de su tía –también ella aparece en la foto–: un conejo rosa, un mapa y
numerosísimos huevos de chocolate escondidos por toda la casa; a la madre de
Laila –elegante, distraída, en primer término, mirando fuera de la fotografía–
con ella a su lado.
Una y otra custodian pertenencias inalienables, patrimonio familiar delicado y valioso. Un chal blanco –demasiado grueso para los meses templados, demasiado fino para los fríos– rescató Laila del armario de su madre. Al hacerlo se apropió de una suerte de herencia femenina, pues la abuela había vestido esa prenda antes que la madre… Esme guarda un carnet plastificado, en blanco y negro, que exhibe una fotografía de su abuelo materno –tomada hacia el fin de la juventud–. La une a esa tarjeta de identidad un vínculo hondo: de muy chica, cuando ella y el abuelo iban juntos de la finca al pueblo, era Esme la encargada de llevar el carnet por temor a que él lo perdiera. Cuando el hombre murió, ella escuchó de golpe, en boca de parientes, que años atrás había sufrido un accidente –cayó de un caballo– y que nunca había vuelto a ser el mismo. ¿El mismo que quién? Para Esme, su abuelo fue siempre el mismo. Cree que casi ha olvidado su cara, así que mira la pequeña fotografía para recordar.
Una y otra custodian pertenencias inalienables, patrimonio familiar delicado y valioso. Un chal blanco –demasiado grueso para los meses templados, demasiado fino para los fríos– rescató Laila del armario de su madre. Al hacerlo se apropió de una suerte de herencia femenina, pues la abuela había vestido esa prenda antes que la madre… Esme guarda un carnet plastificado, en blanco y negro, que exhibe una fotografía de su abuelo materno –tomada hacia el fin de la juventud–. La une a esa tarjeta de identidad un vínculo hondo: de muy chica, cuando ella y el abuelo iban juntos de la finca al pueblo, era Esme la encargada de llevar el carnet por temor a que él lo perdiera. Cuando el hombre murió, ella escuchó de golpe, en boca de parientes, que años atrás había sufrido un accidente –cayó de un caballo– y que nunca había vuelto a ser el mismo. ¿El mismo que quién? Para Esme, su abuelo fue siempre el mismo. Cree que casi ha olvidado su cara, así que mira la pequeña fotografía para recordar.
Hay en Esme y en Laila una amplitud interior y oculta que
ensancha y expande la aparente estrechez de su piso de la calle del Mar. Ambas tienen
dentro de sí ventanas que se abren a lo inabarcable y a lo intangible. Laila compró
en Brasil una colección de postales, coloridas representaciones de los orixás del candomblé,
y las colgó en un rincón visible. Aunque no les rinde un culto riguroso,
le gusta que ocupen su lugar en la casa y confiesa que observa muy libremente
algunas de las costumbres preceptivas, como la de vestir de blanco los viernes.
Dentro de Esme se abre el paisaje de la finca en el campo colombiano. Sonríe al
describir las escrituras de esas tierras –que no hablan de hectáreas, sino de
lindes marcados por tal piedra, tal árbol o tal cerro–. Y desprende una
confianza luminosa en la perdurabilidad de las cosas mientras evoca un platito
esmaltado, de latón o aluminio, con el dibujo de un pajarito al fondo. Con la
promesa de verlo aparecer si se lo acababa todo, le daban de comer de muy
pequeña en ese plato. Todavía le sirvieron allí la comida la última vez que
fue. No le asusta que pueda perderse porque sabe que en la casa familiar nadie
lo tirará, que incluso si se estropea servirá para sostener el tiesto de alguna
planta frondosa.
Las dos comparten el amor por la
lectura. Laila lo trajo de Brasil, Esme de Colombia. Una de las pobladas baldas
agrupa los libros de Carlos Castañeda que Laila tomó de la estantería de su
madre, volúmenes que aúnan su ternura por ella, su pasión lectora, su vocación
antropológica y su relación natural con lo misterioso. Esme rememora la flaca
biblioteca de la que disponía mientras aprendía a leer, antes de ir al colegio:
la Biblia –que tomaba por historias verídicas, obedeciendo a la fe de su
abuela– y un librito escolar sobre seres microscópicos, que había sido de su
madre y que estaba repleto de las notas manuscritas que ésta dirigía a sus
compañeras de clase.
Juntas atesoran nuevas palabras:
las cartas y los poemas de amor que se han escrito mutuamente, los conserva
Laila como una pertenencia preciosa e irrenunciable.
"Las pertenencias preciosas de E. y L."
Fotografía de Ruth Vilar

gracias por el viaje
ResponderEliminarComo siempre, a ti, (cantando:) ¡gracias por venir!
ResponderEliminargracias de otra leo :)
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