La letra en la sangre entra

Tres libros se disputan mi capricho y mis desvelos en estos días que dan inicio al año. Los tres se me muestran bellos y deseables. Los tres podrían convertirse en el volumen fundacional del 2013, el primero en enamorarme y aposentárseme en el recuerdo y en el alma. 

Estos tres libros quieren inaugurar el año lector, que cuando escojo bien –o cuando me escogen bien ellos a mí– acaba resultando tan memorable, conmovedor y ajetreado como los más intensos años de la vida fuera de las páginas. Se trata de El ancho mar de los sargazos de Jean Rhys, Aquella edad inolvidable de Ramiro Pinilla y Cartas del verano de 1926 de Rilke, Pasternak y Tsvietáieva. Como han llegado a mí de manos de otros lectores, leerlos es un modo de amar a la vez las palabras de quienes los escribieron y la generosidad de quienes me los entregaron.



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Jamás prodigues a un libro trato de objeto. Viene demasiado lleno de lucidez, sensibilidad, belleza y compañía para ser tenido por tan poco. Conversa con él. Llámalo de tú, de usted o de vos según su naturaleza y preferencia. Durante el año que se fue, tuteé al narrador de Paseos con mi madre de Javier Pérez Andújar, al de Memorias de un señor bajito de Rafael Azcona, a los personajes de Ventajas de viajar en tren de Antonio Orejudo y al protagonista de Entre líneas: el cuento o la vida de Luis Landero. Con ellos compartí a partes iguales momentos desternillantes y reflexiones reveladoras. 


Traté de usted al Me voy de Echenoz, al Luces rojas de Simenon –aunque a Maigret lo trato de tú, sin que la distinción nos incomode ni a Simenon ni a mí–, a El Sunset Limited de Cormac McCarthy y a La plaça salvatge de Tranströmer, a ratos llevada por la reverencia, a ratos por la inquietud o la desconfianza, a ratos por la sequedad infinita del verbo preciso. 


Y entoné un “vos” convencido y suspenso ante el Réquiem de Tabucchi –en lectura póstuma–, Da nuces pueris de Ferrater, Mientras agonizo de Faulkner y La felicidad conyugal de Tolstoi. Leyéndolos caminaba de puntillas por el mundo, temerosa de romper el hilo que me ligaba a lo insondable, lo intangible, lo inaprensible.


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Los libros son presencias, y como tales dejan una huella en el calendario. Los Poemes de l’Alquimista de Josep Palau i Fabre se impusieron como brotes rotundos en los árboles de marzo. Olvidado Rey Gudú de Ana María Matute me acunó durante las numerosas noches de los días de ensayo de “Los niños tontos”. Triste, solitario y final de Osvaldo Soriano me visitó cordial y desbaratado una semana de verano, y traía consigo noticias de Raymond Chandler, añorado amigo de otros tiempos.



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Y aún queda en un año lugar para lo inesperado, lo azaroso, el hallazgo de amigos y maestros en volúmenes pequeños como cajas de cerillas: Autorretrato doble de Carlos Rod y Pilar Campos Gallego, y Una biblioteca de verano de Mary Ann Clark Bremer.

 
Aunque no todos los libros leídos a lo largo de doce meses acaben constituyendo una celebración del acto mismo de vivir y leer, la deuda de las páginas vanas queda saldada con creces por la felicidad temblorosa o encendida de estas páginas plenas. Igual que las jornadas radiantes compensan el peor chaparrón.

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