Fúnebre
Cuando
creíamos que ya no se podía estar peor, va y se muere el abuelo. Mientras
dormía, con una expresión plácida y todo lo que quieran. Pero muerto y remuerto.
Y en la casa no trabaja nadie, meses llevamos sin que entre un real por la
puerta. Así que nos sentamos a la mesa los ocho –yo, mi marido, la abuela, mi
cuñado y la mujer, su niña y nuestros dos chicos–, a desayunar rebanadas de pan
duro y un buche de café aguado y a buscar un remedio decente para la que se nos
había venido encima. “Inoportuno en vida, inoportuno hasta el final”,
refunfuñaba la abuela. “¡Si era un santo, madre!”, la reñía mi cuñado. “Sí,
hijo, lo que tú digas: San Inoportuno.” Y los demás callábamos, porque era
cierto que, adrede o sin querer, al estirar la pata nos había puesto en un
brete. Morirse acarrea mucho gasto y en la casa no había ni para poner un
cocido.
Los
nuestros, aprendiz de carpintería el uno y de jardinería el otro, nos
aseguraron que había una solución digna, barata y casera. El uno le fabricó un
ataúd a medida con la madera del armario del cuarto de los trastos, y hasta lo
remató con una manita de pintura antioxidante, que aunque era algo chillona le
daba al conjunto un acabado uniforme. El
otro cavó en el patio trasero un agujero hondo y acogedor. Como el patio
pertenece a la comunidad, tuvo que pedir antes permiso a los demás vecinos
para, ¿cómo lo dijo él?, “acometer una sencilla intervención paisajística”. En
cuanto les aclaró que se trataba de poner al abuelo a criar malvas, todos
aceptaron de buen grado, aun diría que con entusiasmo. Ahora van murmurando que
ellos entendieron que iba a plantarle un parterre de flores para que el
hombrecito se entretuviese en su vejez ociosa, pero aquí no mintió nadie. Programamos
un sepelio católico, apostólico y romano, en el que la abuela iba a recitar el
rosario –que lo reza mejor que el Papa de Roma, en latín, del derecho y del
revés– y la mujer de mi cuñado pensaba cantar “Espérame en el cielo”,
“Angelitos negros” y “Si tú me dices ven” –como los fines de semana hace los
coros en una orquesta de baile sólo se sabía la segunda voz, pero así, a pelo,
tenía un aire tétrico muy propio–. Mientras los demás ultimábamos detalles –los
niños, el entierro; las mujeres, la misa; mi marido y mi cuñado, unos
recordatorios muy bonitos con la frase preferida del abuelo, “Cuando seas
padre, comerás huevos”, que con el hambre que pasábamos sonaba a utopía o
invocación del paraíso–, mi sobrina vistió, peinó y maquilló al abuelo. Estudia
para asesora estilista y se empleó a fondo; claro, lo dejó tan guapo que no
parecía él. ¡Qué se le va a hacer! Celebramos la ceremonia en la intimidad. Que
conste que no nos escondimos, sino que era la hora de la novela y no se asomó
ni Cristo. ¡Y hala, a casa a llorar las penas!
Por
eso me cuesta entender, y me ofende, y me escandaliza, que nos hayan detenido
por supuesta estafa. En ningún momento pretendimos ocultar la muerte del viejo
para seguir cobrando la mísera pensión que le correspondía, ni tampoco para
conservar el alquiler de renta antigua que estaba a su nombre, ni mucho menos
para no pagar el impuesto de sucesión por los terrenos del pueblo, que no son
más que un secarral inútil en el culo del mundo. Pero bueno, quien no se consuela
es porque no quiere: en estos días de cárcel, podremos comer caliente; la niña
aprovechará para hacer prácticas de peluquería con las internas; y la abuela
puede formar un grupo de oración. Y lo mismo los chicos: a ver, ¿en qué prisión
no van a hacer un apaño un carpintero y un jardinero? Los que me preocupan son nuestros
hombres. Al fin y al cabo, son ellos quienes perdieron ayer al padre.
Fotografía de Salva Artesero

¡Se ha muerto don Puro!
ResponderEliminarQuerida Pepiña, me paseo por su cuaderno y leeo varias entradas, de distinto corte y temática y que me hacen pasar un buen rato. Apruebo su forma de ver el hambre japonesa de las personas que trabajan en el teatro, y su idea de poner huertos aledaños a los teatros no me parece nada mal. Qué triste, qué vergonzoso, qué mordaza del talento. Su pequeño poema de zapatitos me dio ganas de calzarme unas chinelas que me sacaran de este libro mal ilustrado que es la realidad nuestra de cada día con señores que se ahorcan en los parques o señoras que se tiran por la ventana porque no pueden asumir el desaucio que se les viene encima. Y este abuelo, pobrecito.
ResponderEliminarun abrazo.
¿Se habrá muerto de tanto habano, querido Harry?
ResponderEliminarPeregrinita,
ResponderEliminarGracias como siempre por pasearse con entusiasmo y atención por estas páginas virtuales que tienen vocación de pasar algún día al papel [aunque sea de estraza].
Pronto la nombraré lectora honorífica de "Las uñas negras".
Besos y abrazos saladitos.