Cómo solucionar casi todo

Cuando abandoné la casa familiar, confieso que temerosa de que una vez sola me acechasen imprevistos hogareños inéditos, arramblé con una selección más bien heterodoxa de las herramientas que reposaban -con la silueta trazada con precisión en torno a cada una de ellas- en el tablero de bricolaje de mi padre, y con un libro indescriptible titulado Cómo solucionar casi todo que había llegado a casa no hacía demasiado previa suscripción al Reader's Digest. Partí creyéndome armada para la vida adulta.



El volumen es un clásico de la autoayuda material: un híbrido inefable que mezcla el manual de supervivencia, la recopilación de consejos de la abuela, de belleza, de decoración y de protocolo, y el registro pormenorizado de las técnicas básicas para  llevar a cabo todo tipo de reparaciones, ya sean mecánicas, eléctricas o de fontanería. Ofrece recomendaciones de puro sentido común, otras maravillosas, inefables, así como extrañas sugerencias que ni siquiera se explican por la procedencia anglosajona del texto original. De vez en cuando, sin previo aviso, uno topa con instrucciones inesperadas, como el mejor modo de reponer un diente desencajado de nuestra dentadura postiza con pegamento instantáneo.

No hay libro peligroso, sino lector ingenuo. Este Cómo solucionar casi todo divertiría, por su inocente simplicidad, al hombre o a la mujer prácticos, avezados a la acción directa, capaces de remediar el mal menor y de atajar el mayor. Sin embargo, no siempre todo el que tiene tan grato concepto de sí mismo consigue, a la hora de la verdad, los resultados esperados. Puede uno disponerse a instalar una mampara en el baño, equipado con su taladradora inteligente de última generación, y acabar inundando el pasillo después de perforar la tubería principal. O puede aprender la teoría sobre cómo construir un iglú con la esperanza de salvarse de la congelación en una excursión hibernal por la montaña; pero entonces deberá construir realmente el iglú, con su diámetro bien calculado, sus ladrillos de nieve, sus juntas cuidadosamente aisladas, su puerta de acceso. Por eso, en mi biblioteca, el volumen ha cumplido todo este tiempo las funciones de un acompañante silencioso, paciente y tranquilizador: me ha brindado la absurda seguridad de ponerme todas las respuestas al alcance de la mano, pero nunca ha exigido que me metiese en un berenjenal obedeciéndolo en asuntos por encima de mis chapuceras posibilidades.


¡Qué gran aprendizaje, llegar a decir sin recato “puedo” cuando así es y reconocer sin reparos cuándo uno no puede! Hojeo esta compilación abigarrada de saber popular y me doy cuenta de que en realidad supone para mí lo que para otros aquellas muñecas con vestidos de ganchillo rosa que esconden y decoran los rollos del papel higiénico, o para alguien más la bata descolorida y heredada que se resiste a tirar: un objeto en apariencia inútil que funciona como vínculo tangible con el recuerdo, puerta afectiva a la memoria, raro lazo de alcance infinito que conecta con el pasado. ¡Cuántos trastos inservibles sirven -solamente, mágicamente- para eso!

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