Magro y el teatro agonizante (y VIII)

Apenas se reunieron los cinco –el dramaturgo, el padre Castaño, el espectador reaparecido, la mujer de la limpieza y el comisario–, éste advirtió que el primero llegaba inusitadamente bien vestido, como quien acude a una cita especial, y que saludaba a Arturo Tomillo con la efusividad propia de quienes se aprecian y llevan mucho tiempo sin verse.
—¿Entramos? –sugirió Magro, y tras sus palabras se encendió inesperadamente el rótulo luminoso del teatro–: ¿Qué demonios significa esto?
—Julio, no blasfeme –lo reconvino el padre Castaño.

Entonces, la mujer de la limpieza tomó orgullosamente del brazo al aturdido Arturo, emprendió la marcha y anunció:
—Esta será la primera vez en mi vida que pise un teatro.
—¿Nunca has estado en uno? –se sorprendió él.
—Ni siquiera para fregarlo.
El dramaturgo, de chaqué y pajarita, les abrió la puerta y los obsequió con una graciosa reverencia. Uno tras otro se adentraron en el vestíbulo. Allí los esperaba Margarita, también elegante e impoluta, que pugnaba por mantener una sonrisa cortés en los labios pálidos; sus ojos inflados delataban el llanto reciente. El encargado correteaba, con sigilo y eficacia, de la taquilla a la platea, de allí a la cabina técnica, luego al camerino, al escenario y de vuelta a la taquilla. Ambos parecían atentos a algo más urgente que la propia investigación. Julio Magro se disponía a llamarlos al orden, a reunirlos y a plantearles un par de cuestiones que le permitiesen cerrar el caso, cuando irrumpieron en el teatro un centenar de personas que se agolparon ante el mostrador de Margarita.
—Tenemos dos reservas a nombre de Ruipérez.
—Sus entradas, señora. Abriremos las puertas cinco minutos antes de la función. Gracias. Siguiente.
—Somos cuatro.
—¿Su nombre?
—Zurráspegui.
Toda aquella gente fue desfilando por la taquilla, y algunos hasta inclinaron respetuosamente la cabeza ante el dramaturgo, mientras el comisario se consumía tratando de decidir cuál sería el modo más resolutivo y discreto de deshacerse de ese público inoportuno.
—Paciencia, Julio. Dios proveerá.

Pero ni Dios quiso poner de su parte esa noche. Al poco, el encargado dio paso a la concurrencia sin siquiera mirar a Magro. En vista de lo difícil que iba a ser echar de allí a nadie sin montar un escándalo, determinó que ninguno de los implicados en aquel asunto saldría de allí hasta que él se lo autorizase. ¿No querían caldo? Pues dos tazas.
—Quise avisarle, Julio –le susurró Margarita, dulce y compungida–, pero no sabía dónde localizarle.
—Bien me llamó usted a la biblioteca…
—Es que la pastelería y la biblioteca se ven desde la ventana de nuestra oficina; luego le perdí la pista.
—¿Se asomó para vigilarme cuando salí de aquí? ¿Por qué?
—En realidad te contemplaba, Julio. No pude resistirme –se sonrojó y le tomó la mano entre las suyas.
—¿De qué quisiste avisarme?
—¡Pues del estreno! Tardabas tanto en volver… y una cosa así es inaplazable.
—Margarita, ¡el cadáver del actor cuelga aún en el centro del escenario!
—¡Claro que sí! No hemos tocado nada, como ordenaste. El técnico lo ha iluminado con un par de contras filtrados de azul y ha quedado precioso. Muy poético. Será una especie de capilla ardiente. A él le hubiese gustado mucho.
—¿Y quién va a representar la obra en su lugar?
—Normalmente lo hubiese sustituido el director, que es el único que se sabe la obra al dedillo; mejor que el dramaturgo, que a duras penas la reconocería ahora, con la de cambios que ha hecho el director durante los ensayos.
—¿Lo sustituirá hoy?
—No exactamente. Actuar, actuará. Pero, como te dije, volvió lelo. Anda, entra a ver la función y así oirás de su boca lo que lleva diciendo, una y otra vez, desde que llegó.

Magro se acomodó en la última fila, en la butaca que le había guardado el padre Castaño. Las luces de la sala se apagaron y se encendieron los focos de la escena. El director, enajenado, empezó a vociferar:
—¡Pan, chorizo y vino! ¡Siempre toca, siempre toca, si no un pito, una pelota! ¡Me llevo el jamón, me gusta el jamón! ¡Otra muñeca chochona!
Su retahíla de proclamas de tómbola era inacabable. El dramaturgo, estupefacto y conmovido, se sumó a sus gritos:
—¡Compro oro! ¡Compro oro!
A lo que el público, creyendo asistir a un espectáculo contemporáneo interactivo, respondió con su propio aluvión de mantras propagandísticos:
—¡La chispa de la vida! ¡Cuida todo lo que lava! ¡La merienda de una pieza! ¡Te gusta conducir!...
Y la mujer de la limpieza, deseosa de tomar parte en el acto teatral, entonó con pasión:
—¡El frotar se va a acabar y el algodón no engaña, leñe!
Los aplausos hicieron temblar las paredes. Hasta el actor muerto parecía esbozar una mueca de complacencia al final de la representación. Los espectadores fueron saliendo, entusiasmados, camino de un buen restaurante donde cenar o en busca de un taxi que los llevase a casa.

—Por fin solos. Siéntense –ordenó Magro, y todos obedecieron: el encargado, el técnico, el director, el espectador cuya ausencia lo había traído hasta allí y la mujer de la limpieza, Margarita y el padre Castaño se prepararon para escuchar las conclusiones del comisario. El actor suspendido e inerte se alzaba cual arcángel que exigiese justicia–. Corríjanme si me equivoco. La pérdida del último espectador fijo que frecuentaba su teatro, el señor Tomillo aquí presente, los puso a ustedes en un brete. En reunión de emergencia, el dramaturgo, el director y el actor decidieron cambiar de registro para captar nuevo público. Concibieron un espectáculo morboso y arriesgado, en el que el actor flirtearía con la muerte y ejecutaría macabras acrobacias con una soga al cuello. En el ensayo postrero, la fatalidad asestó el golpe. El dramaturgo no tenía ni idea de lo ocurrido hasta que ha empezado la función: él estaba trabajando como hombre anuncio mientras todo sucedía. El director no ha llegado a enloquecer verdaderamente, aunque ha vagado desesperado por el barrio y ha optado por fingirse majareta porque temía que lo culpasen del accidente. A mi entender, su parte de culpa tiene, pero todo hace pensar que el actor se encaramó hasta ahí arriba por su propio pie. ¿Es así?
—Así es –reconoció el director, súbitamente lúcido e indeciblemente avergonzado.
—¡Virgen santísima! –se santiguó el padre Castaño–. ¡Qué cruel es la miseria!
—No lo sabe usted bien, señor cura –resopló Arturo Tomillo. Y suspiró–: Era un actor excelente.
—En cumplimiento de mi obligación pastoral de consolar a los afligidos, les ruego que me acepten un pestiño –remató, conciliador, el sacerdote.
Quien más, quien menos, todos tomaron un dulce del cestillo. El comisario se lamentó sinceramente, aunque con la boca llena:
—Lo más trágico es que el actor se haya muerto justo ahora que el público se había decidido a volver, que se haya perdido esta recobrada prosperidad…
—¿Prosperidad, Julio? No me hagas reír, que me atraganto. –Fue Margarita quien lo sacó de su error–: La caja está vacía. Para el ataúd tendremos que hacer una colecta entre los compañeros de profesión.
—¡Pero si el teatro estaba lleno!
—Era el estreno. Todos venían con invitación.
Los demás asintieron. Se hizo un silencio empalagoso y fúnebre.

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