Magro y el teatro agonizante (VII)

Al padre Castaño no le extrañó la avidez con que el comisario rebañaba el tazón. Como buen conocedor del alma humana, sabía que el ansia de dulzura es connatural al hombre. Y la perpetua insatisfacción. Y el miedo.

—Debo reñirle, Julio, por haber dejado colgando cual costillar de cerdo al actor ahorcado. Eso no es cristiano, amigo mío. ¿No podría haber ordenado que bajasen el cadáver?
—Padre, en lo que respecta a esta decisión mía estoy dispuesto a darle la razón teológica, por descontado, y hasta la razón teórica, si me apura. Pero la razón práctica, fundamental en mi oficio, me advierte que, si permito que revuelvan la escena de un crimen, las pruebas desaparecerán con el trasiego como la hierba al paso del caballo de Atila.
—Entonces démonos prisa, comisario, no vaya a ser que alguien tan caritativo e ignorante como un servidor se haya tomado la libertad de hacer descender al muerto como a Cristo de la cruz.

El curilla se puso en pie y se sacudió con ligereza las miguitas que poblaban la pechera de su camisa negra.
¿Sabe qué me intriga, Magro? continuó diciendo–.Que ese director amnésico y balbuciente no haya vacilado, en cambio, en encontrar el camino hasta el teatro.
—¿Memoria corporal?
—O mucho me equivoco o yo lo llamaría mejor disimulo. ¡Allá vamos! Tendremos el caso resuelto antes de cenar. Aunque igual acabamos cenando de madrugada. En el ínterin, echaremos mano de estos pestiños, elaborados por las monjas siguiendo una receta secreta milenaria que fue bendecida por el Santo Padre en su última visita a la ciudad. Desde entonces los hemos vendido como churros.
—¿Cree que podríamos llevarle unos pocos a Margarita? Si ha seguido mis instrucciones, la pobre estará muriéndose de hambre… –Castaño asintió y acomodó otra bolsa en un primoroso cestillo de mimbre, que remató con un lazo donde se leía “Dios me ama”–. A la salida, si es que mi escudera ha localizado al señor Tomillo, le rogaré a él que nos acompañe; después debemos recoger al dramaturgo en la plaza de la fuente. La presencia de ambos nos ayudará a arrojar luz sobre ciertos aspectos.
—Ocúpese usted de Tomillo, Julio. Yo iré al encuentro del dramaturgo y nos reuniremos en el teatro de aquí a quince minutos.
—¡Que sean veinticinco! –propuso Magro, caminante lento, viendo que el padre Castaño salía corriendo, cestillo en mano, a una velocidad de vértigo.

El sacerdote estaba en una admirable forma física: no en vano había sido, en su juventud de seminario, campeón de atletismo. En menos de un cuarto de hora, Castaño y su acompañante se plantaron en la puerta de la sala; a la media hora llegaron Magro, Tomillo y la mujer de la limpieza. El comisario venía con la lengua afuera.

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