Magro y el teatro agonizante (VI)
Desde
la puerta del albergue para indigentes se desplegaba una cola que daba la
vuelta a tres manzanas. Los sin techo de cara tiznada, ropa ajada y cartón de
vino asomando por el bolsillo desbocado del chaquetón eran franca minoría.
Abundaban, en cambio, las parejas –con o sin hijos–; los licenciados y
doctorados políglotas –con o sin gafas–; los profesionales de cartera de piel
rebosante de currículos –vestidos con o sin traje de chaqueta–, los jubilados
cuya pensión mínima se evaporaba íntegramente tras abonar la cuenta de la
farmacia… La mujer de la limpieza soltó el brazo del comisario y se embarcó en
un examen minucioso de la fila quilométrica. Arturo Tomillo, recostado sobre un
buzón que hacía esquina allá por la segunda manzana, estaba a punto de ser
localizado. Por
su parte, Julio Magro permaneció ante el portón cerrado, atento a su inminente
apertura. Llegaría tarde a la cita con el dramaturgo, pero intuía que la
información que podía obtener en el albergue le iba a facilitar mucho las
cosas.
Al cabo de un momento apareció, llave en mano, un cura bajito y fornido, medio calvo –de esos que se peinan un mechón lateral inusitadamente largo por encima de la cabeza pelada, tratando así en vano de cubrir su desnudez–.
—Padre, permítame que me presente: comisario Julio Magro.
Al cabo de un momento apareció, llave en mano, un cura bajito y fornido, medio calvo –de esos que se peinan un mechón lateral inusitadamente largo por encima de la cabeza pelada, tratando así en vano de cubrir su desnudez–.
—Padre, permítame que me presente: comisario Julio Magro.
—Mucho
gusto, comisario. He oído hablar de usted: es el terror de los asesinos y de
las pastelerías –Magro se ruborizó levemente con tan merecido halago–. Soy el
padre Castaño, pastor de almas y detective aficionado. ¿En qué puedo ayudarle?
—Caramba,
padre, también yo he oído hablar de usted y de la pericia con que ha resuelto los
más intrincados misterios. Se dice que tras su humilde alzacuello se oculta una
prodigiosa inteligencia criminalista.
—Paparruchas,
comisario. Lo mío es pura observación y un poquito de intervención divina. Nada
más. Discúlpeme un instante. –Se dirigió entonces a los hombres y mujeres que
esperaban para entrar–: Vayan pasando y sigan escrupulosamente las
instrucciones de las hermanas. Ellas establecerán los turnos de las duchas y
del comedor, y les asignarán litera, colchón o colchoneta. Tengan paciencia,
todos serán atendidos en la medida de nuestras posibilidades.
La multitud, en procesión calmada pero imparable, fue adentrándose en el edificio.
La multitud, en procesión calmada pero imparable, fue adentrándose en el edificio.
—Usted
dirá.
—Verá,
padre Castaño, trabajo en un caso tan raro que incluso empiezo a dudar que se
haya cometido algún crimen. Quizá usted pueda echarme una mano para llegar
hasta el fondo del asunto.
—¿De
qué se trata? –preguntó el curilla, a lo que Magro respondió con un relato
pormenorizado de cuanto había descubierto desde que entró en el teatro–. ¿Y no
ha probado dulce alguno desde esa última magdalena?
—Un
caramelo con piñones –reconoció.
—¿Qué
es un caramelito a los ojos de Dios? Una minucia, ni siquiera un pecadillo
venial. Acompáñeme al refectorio y discutamos la situación al calor de una taza
de chocolate con bizcochos de soletilla.
Dos calles más abajo, la mujer de la limpieza besaba apasionadamente a un desconcertado Arturo Tomillo. En la plaza de la fuente, la vieja regaba las macetas tarareando “La hija de Juan Simón”, y el dramaturgo –libre ya de sus cartelones y de su cantinela– esperaba al comisario Julio Magro. No se impacientaba. Un dramaturgo acaba acostumbrándose a esperar.
Dos calles más abajo, la mujer de la limpieza besaba apasionadamente a un desconcertado Arturo Tomillo. En la plaza de la fuente, la vieja regaba las macetas tarareando “La hija de Juan Simón”, y el dramaturgo –libre ya de sus cartelones y de su cantinela– esperaba al comisario Julio Magro. No se impacientaba. Un dramaturgo acaba acostumbrándose a esperar.
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