Magro y el teatro agonizante (V)
—Buenas
tardes. Buscamos a Arturo Tomillo. ¿Sería tan amable de indicarnos en qué piso
vive?
—Como
verá, ahora mismo no puedo atenderles: es la hora de barrer.
—Sólo
díganos el piso. Díganoslo mientras barre. Se trata de una urgencia.
—No,
señor. A usted le parecerá muy fácil esto que me pide, pero yo cuando barro,
barro. Y cuando acabe, les atenderé con mucho gusto. Pongo los cinco sentidos
en cada tarea –arguyó el portero mientras arrastraba la escoba con una
languidez exasperante.
—De profesional
a profesional, y no se me ofenda –lo interpeló la mujer de la limpieza–, su
técnica de barrido es deplorable. –Luego le arrebató la escoba–: Haga algo más
útil, que yo le avío el adoquinado.
Sin darle tiempo a encajar el agravio, el comisario lo abordó de nuevo:
Sin darle tiempo a encajar el agravio, el comisario lo abordó de nuevo:
—Julio
Magro, del departamento de homicidios, desapariciones e inspecciones
pasteleras. Voy tras la pista de Arturo Tomillo. Sé que ésta es su casa, pero
ignoro el piso. ¿Puede usted ayudarme?
—¿Dan
leche las vacas? Ser portero implica vocación de servicio. Tercero primera. ¿A
quién ha matado?
—¿Qué
le hace sospechar tal cosa?
—Teniendo
en cuenta los tres ámbitos de investigación a los que usted se dedica, o ha
matado a alguien o ha desvalijado una pastelería, y dudo que se personase aquí
todo un comisario por tan poca cosa.
—Descarta
usted su desaparición.
—¡Anda,
claro! ¡Si lo he visto esta misma mañana!
—¿A
qué hora ha salido de casa el señor Tomillo?
—No
salía de aquí. De aquí ya no sale nadie. El bloque está deshabitado. El banco
ha embargado todos y cada uno de los pisos.
Sólo he quedado yo, que tengo la portería en propiedad y la pagué de una
vez con la herencia de mi abuela materna, una mujer tierna y ahorradora aunque
demasiado longeva para mi gusto.
—¿Dónde
ha visto, entonces, a Arturo Tomillo?
—Donde
cada mañana: saliendo de su nueva residencia, enfrente del quiosco en el que
compro el periódico. Un portero sin periódico es como un jardín sin…
—Deme
la dirección, por favor.
—Está
a dos calles de aquí: el albergue para indigentes del distrito. Cierran durante
el día y los residentes pueden volver a partir de las ocho de la tarde.
La mujer de la limpieza se enjugó una lágrima silenciosa y tendió la escoba al portero. La acera resplandecía.
La mujer de la limpieza se enjugó una lágrima silenciosa y tendió la escoba al portero. La acera resplandecía.
—Una
última pregunta. ¿De quién es usted portero, ahora? ¿Quién lo contrata?
—Yo
mismo. Ya no cobro, pero no sabría vivir sin trabajar. No me decido a abandonar
el barco. Mientras tenga ahorros…
Ella
los interrumpió, enérgica:
—Vamos, comisario, espabile. Debemos encontrar a Arturo hoy mismo. ¡Dios sabe cuánto hace que no cena caliente! –Lo tomó del brazo y echó a andar.
—Vamos, comisario, espabile. Debemos encontrar a Arturo hoy mismo. ¡Dios sabe cuánto hace que no cena caliente! –Lo tomó del brazo y echó a andar.
Julio Magro se despidió atropelladamente del portero con un gesto de la barbilla. También él sentía cierta impaciencia. Estaban a punto de dar con el espectador desaparecido, pero el misterio del teatro agonizante se presentaba todavía muy turbio.
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