Magro y el teatro agonizante (II)
Julio
Magro llamó desde la taquilla al teléfono del espectador desaparecido. Como suponía, una voz entrecortada y automática le replicó: "El número marcado no existe". A continuación, abandonó a toda prisa el teatro. Por una parte, le sobraban
motivos para temer el descubrimiento inminente de una nueva víctima o crimen o misterio entre esas mismas cuatro paredes; a decir verdad, con las dos investigaciones que ya se traía entre manos tenía, de momento, más que
suficiente. Por otra, le urgía tomar algo.
Magro
no bebía, no fumaba, ni siquiera iba con más mujeres que la suya. Su vicio, sin
ser inconfesable, era francamente desaconsejable: sufría una grave adicción al
azúcar. De los terrones a palo seco a la bollería industrial profusamente
chocolateada, de los helados de cucurucho a los refrescos gaseosos, no le hacía
ascos a nada que le llenase la boca de ese irresistible sabor dulce que le
despertaba un inexplicable buen humor.
Se
precipitó calle abajo e irrumpió en la primera pastelería que encontró a su
paso. Como ofrecían servicio de cafetería, escogió una mesa junto a la ventana
del local desierto.
—Tomaré
una tartaleta de moras, una bola de helado de leche merengada y un batido de
cacao con un suspiro de canela por encima de la espuma, por favor.
Cuando
la pastelera le sirvió su tentempié, él decidió aprovechar el rato que
dedicaría a saborear la merienda sin el menor remordimiento para interrogarla:
—Bonita
pastelería –la elogió sin rubor, pues pretendía entablar conversación sin darse
a conocer como policía.
—Y
antigua: llevamos aquí desde el 2001.
—¿Tanto?
–el comisario quiso seguirle la corriente, pero su gesto de desconcierto y
decepción lo delataron.
—Si
le parece poco, es que usted no sabe lo que dura un negocio en estos tiempos. ¡Once
años de ahora son como once siglos de los de antes!
—Desde luego. Además,
está muy bien situada: desde su ventana se ve la puerta del teatro… –comentó
como quien no quiere la cosa, tratando de llevar la conversación a su
terreno.
—Cierto.
Pero no la miro mucho. Cuando ellos abren, a mí me pillan casi echando el cierre.
—Entonces,
no debe haberse fijado nunca en el espectador que lo frecuenta.
—Que
lo frecuentaba, dirá usted. ¿Otra bola de helado?
—Si
es tan amable... –aceptó el ofrecimiento alargándole a la mujer el plato rebañado y empuñando nuevamente la cucharilla–. ¿Sabe a quién me refiero?
—Pues
claro: café y magdalena dos horas antes de la función, y las dos horas
enteras aquí, leyendo algún librote, que diría yo que debía elegirlos por lo
que pesaban, y ocupándome una mesa sin pasar apuro ninguno.
—¿Ya
no viene?
—De la última vez hará tres meses. ¡Lástima de magdalenas, ahora se me secan en el mostrador
tarde tras tarde!
—Envuélvame
las que le queden, que me las llevo. Por si me entra hambre antes de la cena.
Pagó a la pastelera sonriente,
le pidió el tique para pasarlo a contabilidad –al fin y al cabo, había sido una comida de
trabajo– y se encaminó a la biblioteca pública más próxima. Un hombre que se
sentaba dos horas en una cafetería y sólo pedía un café y una magdalena no parecía precisamente
un hombre rico. Aquellos libros, enormes y por tanto caros, tenían que proceder
de algún sitio.
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