La pertenencia abstrusa

Por grande que sea mi inclinación hacia el fútbol, no veo en él sino un deporte que goza, eso sí, de una enorme repercusión y constituye por ello un espectáculo sumamente accesible.

Disfruto de la contemplación del juego cuando se desarrolla ágil, inteligente, competitiva y limpiamente. Me deleito admirando la habilidad técnica de jugadores y equipos: el dominio atlético de sus capacidades físicas, el control del balón, del espacio y de los tiempos, la prodigiosa intuición conjunta, la inspiración individual. Entiendo el fútbol como deporte y basta.

Admito que me divierte y estimula, también, una parte del envoltorio mediático que lo embellece: me place escuchar las ruedas de prensa en las que se discuten ciertos aspectos estrictamente deportivos que me habían pasado desapercibidos; me interesan los reportajes que revelan la preparación de un partido concreto o de toda una competición; atiendo de buen grado a las entrevistas serias en las que profesionales vinculados al fútbol –jugadores, entrenadores, delegados, utileros...– desvelan los entresijos históricos que forman parte del devenir de este deporte.

Respondo, en definitiva, a la definición de «aficionada» y –aunque mi afección no surgió hasta la juventud y carece, por tanto, de esa profunda raíz irracional de las pasiones de infancia– entiendo la turbadora e irreprimible exaltación que desencadena en el ánimo un partido reñido y dinámico que enfrenta a dos oponentes honestos, entregados, con talento y oficio. Cuando un partido así concluye con la victoria del equipo que mereció ganar, lo invaden a uno la satisfacción y el sosiego de quien comprueba que a veces, en las cuestiones más nimias e irrelevantes, la vida puede ser justa. Si además ese equipo es aquel con el que uno simpatiza, la alegría se desata y vienen ganas de aplaudir, saltar y cantar. Por el mero hecho de haber depositado uno su atención, su emoción y sus desvelos en el juego de tal o cual equipo, se siente –de algún modo irrefutable– partícipe de ese triunfo.


 Andrés Iniesta, el mejor jugador de la Eurocopa 2012, en acción frente a Croacia e Italia.


Sin embargo, la capacidad de discernimiento vive horas bajas. [Obsérvese aquí la inquietante proximidad entre «discernir», distinguir algo de otra cosa, y «cernícalo», que proviene del latín cernicŭlum, «criba».] Los detractores del fútbol protestan por la omnipresencia y la preponderancia que se le otorga, y le reprochan al espectador aficionado su efímero regocijo por la victoria, tildándolo de insolidario con el desbarajuste del mundo. La razón los asiste, siempre y cuando entendamos por fútbol lo mismo que ellos llaman así desde su desconocimiento militante; lo mismo que consideran fútbol los medios que sacan tajada sustanciosa de la confusión y que por eso la fomentan sin la menor vergüenza; lo mismo que toman por fútbol la hordas adolescentes –de todas las  edades– que ceban con cualquier forma de competición televisada su acuciante hambre de orgullo.

Quien más, quien menos, todos deseamos sentirnos orgullosos. A menudo cubrimos esta necesidad proclamándonos pertenecientes a un grupo cuyo valor avala el nuestro. Llevamos este procedimiento a extremos absurdos y vamos por ahí pavoneándonos de nuestro apellido o de nuestra fecha de nacimiento. Presumimos de méritos que no son tales, de meros datos circunstanciales que, si bien quizá determinen en alguna porción quiénes somos, nada hicimos por merecer. A esta fiebre autoreafirmante se adscribe la última plaga: la adhesión extrafutbolística a «la roja».

Multitudes con la cara pintada corean a voz en cuello «Yo soy español, español, español...» al paso de un autobús de dos pisos en cuya cubierta descubierta se emborracha un grupo de jóvenes, futbolistas de profesión, que celebran un éxito deportivo. El cuadro es dantesco, kafkiano, borgiano, cervantino y cualquier otro adjetivo que se les ocurra, siempre que derive del nombre de un escritor capaz de retratar lo incomprensible. Se suceden las lipotimias y arrecian los cánticos. Los deportistas suben a una tarima en calidad de famosos e inmolan su alegría íntima –conseguida por méritos propios– exhibiéndola en forma de jolgorio impúdico ante un aluvión de gente que jalea su borrachera y su ridículo amparándose en la felicidad compartida. «Yo soy español» no da derecho a nada en lo futbolístico. A menos que seas uno de los futbolistas integrantes de la selección campeona de Europa.


 Pantomima y ebriedad en Cibeles

 

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