Llega la T-20

La mente creativa de cualquier disciplina encuentra soluciones prodigiosas a problemas aparentemente irresolubles. Ahora bien, mientras que la mente artística persigue el destello imprevisible del hallazgo único, la mente científica busca la técnica reproducible y aplicable de forma universal.

El problema que aquí nos ocupa es el del encarecimiento desmesurado del transporte público en Barcelona y su área metropolitana. Es decir, la dificultad o imposibilidad del ciudadano de asumir el gasto que le imponen unas tarifas en imparable escalada.

Pues bien, una científica plenamente volcada en la investigación médica, y mal pagada –como lo está, por otra parte, todo investigador en esta España que recibe los regaños de Europa como quien oye llover–, detecta ese problema, lo aísla y empieza a buscarle soluciones. Y no se limita a considerar su escasa capacidad de afrontarlo individualmente –pues su salario es el que es y, por mucho que lo analice, no va a crecer– ni incluye en el remedio a las instituciones –de las que a estas alturas espera poco más que nuevas subidas de precio y bajadas de sueldo–, sino que mira a su alrededor en cada ida matinal hacia el trabajo y en cada vuelta vespertina hasta su casa. Y lo que ve es, sencillamente, lo que tantos vemos a diario: caras que se repiten, gente con la que coincide a diario, personas que reconoce sin siquiera conocerlas y a las que no saluda por pudor, pero cuyos rostros han llegado a resultarle francamente familiares. Eureka. 

Desde entonces, cuando en sus desplazamientos diarios nuestra científica sale de la boca de metro, su flamante «pareja tarifaria» –por designarla con uno de esos nombres tan al uso en los programas y las promociones cool del Excelentísimo Ayuntamiento– espera el autobús en la parada de enfrente. Tanto a la ida como a la vuelta, sin excepción. Sus horarios y sus recorridos se complementan como un guante. Ambas se han puesto de acuerdo y comparten la tradicional T-10 –«más cara que nunca», y esto también podría ser un eslogan prestigiador para TMB–, convirtiéndola por arte de birlibirloque en una T-20. Así, mientras el alcalde se enfurece por la maravillosa iniciativa de la T-11, y se infla y enrojece como un personaje cualquiera de «Bola de Dragón», la ciencia nos brinda una posibilidad de colaboración ciudadana que rentabiliza todavía más nuestra inversión y que se acoge de un modo rigurosamente lícito al sistema tarifario integrado. 

En tanto que el derecho a transbordo no sea derogado, o en tanto que nuestra investigadora no se vea obligada a marcharse al extranjero para poder ganarse la vida con su trabajo, la revolucionaria T-20 es para ella la mejor solución al problema planteado. Es, desde luego, una solución científica: prodigiosa, reproducible y aplicable de forma universal.

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