Obituario de la esperanza

Hay personas que llegan muy alto sin perder por ello un ápice de su campechanía y que suelen ganarse el afecto de la gente sencilla. Mas la campechanía es un valor relativo, pues en modo alguno garantiza la humildad verdadera de quien de ella hace gala. Se puede conducir uno como el más campechano de los hombres y sentir en el fondo de su alma condescendencia o desprecio por aquellos a quienes saluda afectuosamente con un apretón de manos.

De la misma manera, hay personas que llegan muy alto sin perder por ello un ápice de su ignorancia y que se granjean el afecto de la gente sencilla. Mas la ignorancia es un valor absoluto que no depende del grado de formación de un individuo, sino del grado de desinterés y soberbia con que mira la realidad que lo rodea. Así, al ensalzar al personaje campechano e ignorante, apedrea la gente sencilla su propio tejado desvencijado.

En política general, hay personas que llegan muy alto mintiendo abiertamente sin sonrojarse, individuos que no pueden presumir de nada que no sea su campechanía impostada y su ignorancia evidente. Y la gente sencilla les otorga plenos poderes para decidir su destino modesto y para gastarse su dinero dolorosamente ganado. Y se va a dormir tranquila la gente sencilla diciéndose que ahora todo va a ir mejor, que va a tener trabajo, salud y amor gracias a la protección infalible del nuevo mesías democráticamente elegido.

Como ya no se estila llevar en los bolsillos estampitas de santos ni encenderle cirios a la Virgen, la gente sencilla se encomienda a señores que en campaña electoral les prometen milagros, y se arrodilla ante los cartelones que muestran sus imágenes, y predica su palabra en bares y droguerías:
     —¡Hija, qué crisis! ¡Qué difícil que está la vida!
     —No te sofoques, mujer, que han dicho que el domingo, con el cambio de gobierno, esto se soluciona.
     —Pues tienes razón. Iré a votar bien temprano, a ver si lo solucionan antes del lunes.

A pesar del entusiasmo místico de la gente sencilla, a esas personas que hoy han llegado más alto que nunca –sin perder campechanía ni ignorancia y mintiendo abiertamente sin sonrojarse– con su voto, les importa un comino la realidad que les rodea. No van a multiplicar los panes y los peces, no sólo porque no sabrían por dónde empezar, sino porque no les parece que haga ninguna falta. Su mesa está generosamente provista.

La noche electoral se nos presenta como una fiesta de luz y de color, un acontecimiento solemne merecedor de todas las atenciones. La gente sencilla canta y baila, agita banderines y respira aliviada. No se dan cuenta de que la fiesta no va con ellos, de que nadie los ha invitado al guateque, de que ni siquiera van a dejarlos entrar cuando intenten unirse al jolgorio. Aun así, su alegría es intensa y sincera: en su pecho arde una esperanza. Musitan: «¡Ojalá ahora volvamos a vivir tan bien como con Franco!».

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