Fechas pringosas

Anoto invariablemente la fecha a la cabeza de cuanto escribo. A diario tomo apuntes en las páginas de incontables cuadernos de diferentes tamaños y colores –un dietario, una libreta con anotaciones prácticas de tareas pendientes o llevadas a cabo, una novela, una obra de teatro, las notas de dirección del nuevo espectáculo, el registro de los talleres, la contabilidad…– y, en todos y cada uno de ellos, tales entradas van precedidas por su correspondiente fecha.

En las últimas semanas, tras consignarla, se apodera de mí la inexplicable sensación de que esos números –27.11.11– hacen referencia a un día indudablemente memorable. Se trata de una impresión inconcreta, difusa, y me siento incapaz de decidir si se conmemora un acontecimiento pasado que no acabo de recordar o si más bien presiento un inminente hecho ignoto. Un suceso extraordinario y feliz. Nuestro tan anhelado golpe de suerte. Nos imagino entonces a las puertas de un lugar bello y cómodo donde nos enfrentaremos solamente a nuestros propios límites y no a la escasez de posibilidades de desarrollo laboral que nos ofrece el mundo conocido, ni menos aún a los consiguientes obstáculos financieros.

Ningún niño debiera, en el patio escolar, jugar obligado a un juego que detesta. Los que imponen su gusto y voluntad a los otros, los que los humillan y los que los desprecian no son más que abusones, mandones, tiranos. Cuando, creciditos, son precisamente estos adultos quienes se adueñan del patio, las reglas están claras: obedeces o pringas. O ambas cosas.

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