Condenación o jubileo
En la terraza de la plaza, Sílvia toma un café helado y me cuenta sus aventuras recorriendo el Camino de Santiago. Disfruto escuchándola narrar las alegrías y los temores de la ruta, las amistades descubiertas, la emoción de la llegada. Aun así, mientras habla no puedo evitar fijar la vista en su colgante esférico labrado, una bolita plateada mediana que tintinea al moverla. Sílvia lo describe como un «llamador de ángeles» y prosigue con su relato sobre la Compostela, el certificado que expide la Oficina del Peregrino en nombre del Cabildo Catedralicio de Santiago, que acredita su peregrinaje y en el que el nombre de ella aparece escrito en latín.
Pero de vuelta a casa, el colgante vuelve a balancearse, invisible, ante mis ojos, y me arrastra al ojo del huracán de imágenes y terrores viscerales de la película Rosemary’s baby (La semilla del diablo, Roman Polanski, 1968). Y de repente se me esclarece lo que hasta ahora veía como un embrollo oscuro y desconcertante: buena parte de los extraños sucesos de los días presentes pueden explicarse recurriendo a Rosemary’s baby.
Para empezar, en la película se da por sentada la sabiduría perfecta del doctor Sapirstein en virtud del prestigio que la televisión le ha conferido. Aquí tenemos nuestro primer caballo de batalla: la televisión. TV3, por ejemplo, emite a sol y serena una cuña musical cuya letra, en absoluto inocente, reza: «i no perdis més el temps aquest estiu» («y no pierdas más el tiempo este verano»). Vaya, que pasarse los meses ante la pantalla resulta provechosísimo si uno sintoniza TV3. Diríase que a las televisiones ya no les basta con tratar de niño de teta al telespectador, por lo que se complacen en llamárselo a la cara sin siquiera ponerse colorados. Sin embargo, en su actividad y en su discurso no hay dolo, sino una voluntad pedagógica indoblegable que los empuja a simplificarlo todo. Tanto que bien podría ser que, para hacernos la vida más fácil, de aquí al 20N consigan instaurar el voto por sms: «Envía #Alfredo al 20112011», o «Envía #Mariano al 20111936/75» o –si para no perder el tiempo estamos viendo TV3– «Envía #Josep Antoni al 11091714».
También en la película, los malos no lo parecen. Son gente encantadora, siempre disponible, de trato amable y gestos cariñosos. Eso sí, al Santo Padre no pueden verlo ni en pintura –en algo se les tenía que notar lo malos que son–. Pues Él precisamente copa los medios españoles en estas semanas: Él y las acciones policiales necesarias para recibirlo, Él y el injustificable gasto de las arcas públicas que su visita comporta, Él y su agenda, el séquito que lo acompañará, el menú de cada día, Él y –he aquí la segunda revelación– la descabellada comitiva que saldrá a su encuentro en cada acto. Porque en Madrid van a besarle el anillo todas las personas de bien aunque no venga a cuento –¿el presidente del gobierno?, ¿el líder de la oposición?–; disiparán así toda sospecha de inmoralidad diabólica oculta tras sus respectivas sonrisas públicas. Este mes de agosto, lo único que le faltará a Madrid para convertirse en la ciudad retrógrada de religiosidad exacerbada que Rafael Reig retrata en Todo está perdonado (Tusquets, 2011) será que la inunden y que habiliten para la navegación sus avenidas principales. Si encima, como se prevé, Su Santidad vuelve a atizar la cólera de la gente decente con un discurso apocalíptico sobre la España actual y las diez plagas de la Segunda República, si alimenta su miedo con una parábola piadosa sobre los rojos comeniños, entonces estará además corroborando las palabras de don Eulogio, el cura de La higuera de Ramiro Pinilla (Tusquets, 2006). A la pregunta «[…] ¿qué hacen ustedes los curas cuando tienen ganas de matar a alguien?» responde el párroco «Traer una guerra para que otros maten por ti». No es de extrañar el buen entendimiento que históricamente ha reinado entre jerarcas eclesiásticos y dirigentes políticos, dado que comparten hábitos significativos –no me refiero a sus ropajes–. La lástima es que las generales y la posibilidad de votar por sms no estuviesen ya dispuestas para el 18A; podríamos haber escuchado la exhortación fervorosa del Papa a la feligresía nacional: «Enviad #Marianum, hijos míos, porque él es el enviado de la Madre de Dios en el Congreso; hacedlo por vuestro bien y por el de toda Su Santa Iglesia».
No se ilusionen los lectores con la perspectiva de que Pepa se erija con este artículo en azote de la religión. Sólo digo que da rubor ver a semejante guía espiritual metiéndose en harina de costales que no son el suyo. Para hacer política hay vías más directas que no exigen disfrazar los puntos de un programa de palabra de Dios, ni proclamar esas fe, esperanza y caridad que uno no va a adoptar.
Igual que sucede en Rosemary’s baby, cuanto más predicamento tengan la ignorancia y el conformismo, mayor es el peligro. Por eso debemos esforzarnos en comprender y en argumentar, como se esfuerza el peregrino bienintencionado en caminar. Porque, llegado el juicio final a la tierra –no el proceso bíblico, sino la visión cruda de este mundo deformado y pervertido por nuestra propia mano o por nuestra propia omisión–, de nada valdrá decirnos: «Yo no lo sabía». Cada quién es el responsable último de su propia lucidez.
Pero de vuelta a casa, el colgante vuelve a balancearse, invisible, ante mis ojos, y me arrastra al ojo del huracán de imágenes y terrores viscerales de la película Rosemary’s baby (La semilla del diablo, Roman Polanski, 1968). Y de repente se me esclarece lo que hasta ahora veía como un embrollo oscuro y desconcertante: buena parte de los extraños sucesos de los días presentes pueden explicarse recurriendo a Rosemary’s baby.
Para empezar, en la película se da por sentada la sabiduría perfecta del doctor Sapirstein en virtud del prestigio que la televisión le ha conferido. Aquí tenemos nuestro primer caballo de batalla: la televisión. TV3, por ejemplo, emite a sol y serena una cuña musical cuya letra, en absoluto inocente, reza: «i no perdis més el temps aquest estiu» («y no pierdas más el tiempo este verano»). Vaya, que pasarse los meses ante la pantalla resulta provechosísimo si uno sintoniza TV3. Diríase que a las televisiones ya no les basta con tratar de niño de teta al telespectador, por lo que se complacen en llamárselo a la cara sin siquiera ponerse colorados. Sin embargo, en su actividad y en su discurso no hay dolo, sino una voluntad pedagógica indoblegable que los empuja a simplificarlo todo. Tanto que bien podría ser que, para hacernos la vida más fácil, de aquí al 20N consigan instaurar el voto por sms: «Envía #Alfredo al 20112011», o «Envía #Mariano al 20111936/75» o –si para no perder el tiempo estamos viendo TV3– «Envía #Josep Antoni al 11091714».
También en la película, los malos no lo parecen. Son gente encantadora, siempre disponible, de trato amable y gestos cariñosos. Eso sí, al Santo Padre no pueden verlo ni en pintura –en algo se les tenía que notar lo malos que son–. Pues Él precisamente copa los medios españoles en estas semanas: Él y las acciones policiales necesarias para recibirlo, Él y el injustificable gasto de las arcas públicas que su visita comporta, Él y su agenda, el séquito que lo acompañará, el menú de cada día, Él y –he aquí la segunda revelación– la descabellada comitiva que saldrá a su encuentro en cada acto. Porque en Madrid van a besarle el anillo todas las personas de bien aunque no venga a cuento –¿el presidente del gobierno?, ¿el líder de la oposición?–; disiparán así toda sospecha de inmoralidad diabólica oculta tras sus respectivas sonrisas públicas. Este mes de agosto, lo único que le faltará a Madrid para convertirse en la ciudad retrógrada de religiosidad exacerbada que Rafael Reig retrata en Todo está perdonado (Tusquets, 2011) será que la inunden y que habiliten para la navegación sus avenidas principales. Si encima, como se prevé, Su Santidad vuelve a atizar la cólera de la gente decente con un discurso apocalíptico sobre la España actual y las diez plagas de la Segunda República, si alimenta su miedo con una parábola piadosa sobre los rojos comeniños, entonces estará además corroborando las palabras de don Eulogio, el cura de La higuera de Ramiro Pinilla (Tusquets, 2006). A la pregunta «[…] ¿qué hacen ustedes los curas cuando tienen ganas de matar a alguien?» responde el párroco «Traer una guerra para que otros maten por ti». No es de extrañar el buen entendimiento que históricamente ha reinado entre jerarcas eclesiásticos y dirigentes políticos, dado que comparten hábitos significativos –no me refiero a sus ropajes–. La lástima es que las generales y la posibilidad de votar por sms no estuviesen ya dispuestas para el 18A; podríamos haber escuchado la exhortación fervorosa del Papa a la feligresía nacional: «Enviad #Marianum, hijos míos, porque él es el enviado de la Madre de Dios en el Congreso; hacedlo por vuestro bien y por el de toda Su Santa Iglesia».
No se ilusionen los lectores con la perspectiva de que Pepa se erija con este artículo en azote de la religión. Sólo digo que da rubor ver a semejante guía espiritual metiéndose en harina de costales que no son el suyo. Para hacer política hay vías más directas que no exigen disfrazar los puntos de un programa de palabra de Dios, ni proclamar esas fe, esperanza y caridad que uno no va a adoptar.
Igual que sucede en Rosemary’s baby, cuanto más predicamento tengan la ignorancia y el conformismo, mayor es el peligro. Por eso debemos esforzarnos en comprender y en argumentar, como se esfuerza el peregrino bienintencionado en caminar. Porque, llegado el juicio final a la tierra –no el proceso bíblico, sino la visión cruda de este mundo deformado y pervertido por nuestra propia mano o por nuestra propia omisión–, de nada valdrá decirnos: «Yo no lo sabía». Cada quién es el responsable último de su propia lucidez.

Grande guapa!!! MUAK com sempre genial!
ResponderEliminarUn petó, preciosa! Merci per la visita i pel cafè!
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