Correos y telégrafos

María ha accedido a una plaza temporal como agente de clasificación de Correos y Telégrafos. Trabajará durante el mes de agosto ordenando las cartas y paquetes ligeros en función de su destino (país, provincia y población) o de su prioridad (ordinario, urgente, certificado, express). En verano, el flujo de correspondencia es escaso y la plantilla al completo se va de vacaciones con sus familias al completo. Pronto deja de parecerle a María entretenido contemplar las imágenes de las postales exóticas. Al principio le divierte leerlas, pero enseguida advierte que su contenido es siempre el mismo: saludos, parte meteorológico, resumen de las gracias de los niños o de las manías de la abuela, deseos de reencuentro y besos.

El caso es que nadie la vigila, porque es que no hay nadie, está sola en la enorme nave, aburriéndose como una ostra y maldiciendo la pobreza que la obliga a pasarse el mes de vacaciones por antonomasia encerrada, rodeada de sobres. Y como el aburrimiento se inventó para engendrar ideas, mayormente malas, en su cabeza empieza a tomar forma una tentación muy precisa, que no tarda en satisfacer porque nadie se lo impide. Con aire indolente, como quien no se muere de las ganas, escoge una carta. Utiliza el método del concurso televisivo ante notario: se sumerge en la montaña de sobres pendientes, los mezcla con brío, y extrae aquél que al tacto parece decirle «tómame». Como no dispone de fuente de vapor alguna para ablandar el adhesivo, lo despega con mucho cuidado y se provee de una barra de pegamento para cuando acabe. Lee con avidez la caligrafía florida de la carta de amor y piensa que a quién no le gustaría recibir una carta así… Baraja la posibilidad de rasgar el sobre original y rellenar otro con su propia dirección; ¡qué alegría le daría encontrarla en su buzón! Concluye que por mucho mes de agosto que sea, hacer algo así es deshonesto y egoísta, y que las altas temperaturas no le dan derecho a privar a otro de un momento de amor, aunque decide que restituirá la carta más tarde.

Pero sigue aburriéndose, qué le vamos a hacer… Clasifica trescientos o cuatrocientos envíos más, pierde la cuenta, suda y gime de calor y pena. Entonces se desliza entre sus dedos un sobre del mismo tamaño y peso que el de la carta profanada, casualmente dirigido a alguien que se llama igual… Lo abre y lo lee: es una misiva administrativa y formal por la cual se comunica el desahucio inmediato a una anciana. La rabia puede más que ella: ¿no merecería recibir buenas noticias la mujercita al final de la vida, en lugar de esa nota injusta fruto de la especulación y la basura inmobiliaria? Dicho y hecho: invierte el contenido de los sobres, la viejita recibirá un pliego precioso repleto de dulzura. Y la otra, ya se las apañará con su novio cuando le llegue una nota sin sentido ni provecho. (María no se lo confiesa, pero está celosa de esa desconocida que tiene quien la quiera en un día cualquiera del tórrido agosto.) Hace resbalar el pegamento por los extremos y presiona la solapa de cada sobre hasta que cualquiera diría que, efectivamente, aquí no ha pasado nada.

Esta primera acción, impulsiva, casi inocente, es apenas el inicio de una serie de cambiazos de todo tipo (desde felicitaciones de cumpleaños a resultados de pruebas médicas, pasando por recalificaciones de terrenos en distintos ayuntamientos e incluyendo alguna papelina de esporas de ántrax) que desviarán el curso de la Historia y convertirán a María, la humilde sustituta, en «la justiciera postal» de agosto del ochenta y seis. El caso saldrá en primera plana en los principales periódicos y los más altos cargos de Correos y Telégrafos tendrán que dimitir.*

*María González Domínguez, que así se llama la terrorista, confesará públicamente que no atentaba por convicción sino por diversión, y reivindicará que también los pobres merecen disfrutar con su trabajo –ya que les pagan poco…–. A partir de entonces, las cosas cambiarán: no les pagarán más, pero el encargado les leerá la guía telefónica para que estén entretenidos.

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