Etiquetaje

Alborotadores, fotografía de Salva Artesero

Cuelga uno en su red social de cabecera las fotografías del 19-J y la aplicación se brinda con diligencia a etiquetar a todo aquel que aparezca a cara descubierta. No obstante, lo pasmoso no es que las máquinas, ni cortas ni perezosas, emprendan un proceso de clasificación de los sujetos, sino que a fuerza de tratar con ellas la opinión pública se haga suyo el etiquetaje sistemático; y que allí donde el ordenador sugeriría "Norberto Cifuentes", prensa y políticos -pes minúsculas frente a la Pe de cada Persona, o a la del Pueblo- impongan rótulos genéricos para explicarse las movilizaciones: "sujeto violento", "antisistema", "kale borroka". Atrás quedó el despectivo término perroflauta; el menosprecio mutó en inquina: "¿Qué se habrán creído estos indignados crónicos, sin motivo ni propuestas?".

Al releer lo escrito, advierte uno que ha equiparado opinión pública a prensa y políticos, porque entiende que ya hace mucho que las campañas y las tertulias, las ruedas de prensa y el color de los diferentes grupos mediáticos modelan a su antojo el pensar y el sentir común. Que han venido admitiendo y fomentando formas de discrepancia inocuas: riñas crispadas de cara a la galería, consignas para forofos de uno u otro bando, titulares partidistas que intercambiar a voces mientras se echa un mus o un dominó. Un paripé notable, altamente recomendable para reforzar el nudo invisible, ése que mantenía bien sujeto el haz de cargos públicos que hacen de su capa -y de la nuestra- un sayo y que convierten sus atribuciones prácticas en medallas con que adornarse o en dardos con que punzar a sus oponentes.

Pero, por primera vez en años, hoy la opinión vuelve a ser parcialmente pública y ocupa la calle en contra de las recomendaciones prudentes y desinteresadas de sus gobernantes. Mientras, éstos no caben en sí de desconcierto y sostienen ante las imágenes tarjetitas que no saben al cuello de quién colgar, porque sencillamente no casan con lo que ven en ellas. Sostienen el rótulo "Okupas" y topan con una fotografía del personal sanitario de un servicio de urgencias que va a ser eliminado, hombres y mujeres que cantan "Mas, Mas, a quina mútua vas?"; barajan la etiqueta "Alborotadores" y miran con desconfianza a la niña en cuya camiseta se lee "El futur és nostre" o a la que muestra orgullosa una pancarta donde ha escrito con letras de colores "Papá, mamá, levantad del sofá"; se deciden por clasificarlos como "Parados, vagos y maleantes" y se encuentran con una señora que proclama, cartel en alto, "No estoy en el paro, cobro más de 1.000 €, pero estoy INDIGNADA". El gigante dormido se ha despertado y ha empezado a hablar. No viene a discutir ni a pelear, sino a recuperar con una sonrisa lo que es suyo.

Tras un mes de indignación optimista, la ex-opinión pública, la opinión destronada, no sale de su asombro. Incrédula o asustada, demuestra no conocer otra respuesta posible que la de reafirmar sus posiciones desgastadas y empeñarse en explicar el 15-M recitando los puntos de su propio anacrónico programa o de su anquilosada línea editorial. E insisten en ver violencia porque les conviene, igual que les convenían a los fascistas las acciones violentas de los anarquistas en Che gioia vivere (¡Qué alegría vivir! René Clément; estrenada en las salas francesas el 15-M de 1961), la maravillosa comedia donde Alain Delon planeaba y llevaba a cabo un peligrosísimo atentado armado con una coliflor envuelta en papel de estraza. Tan acostumbrados están a chillar que ya no se acuerdan de escucharnos. Los pilares sobre los que asientan su idea de democracia se parecen sospechosamente a los principios fundamentales del marketing: "tú te mereces lo mejor, eres libre de escoger, compra-compra-compra, vamos a hacerte feliz". El más triste de los idearios. Más aún si tenemos en cuenta que no nos conceden plazo de devolución ni período de garantía. La insatisfacción del cliente está asegurada. Pero en política no somos clientes -mal haríamos de considerarnos tales- ni ellos son el producto milagroso que nos han estado prometiendo.

Les reprochan a los indignados la falta de propuestas tangibles. Otra etiqueta barata. No hay propuesta más concisa que la que exige una posibilidad real de participación en la toma de decisiones. Los ciudadanos ya no son niños. Aunque lo fuesen, prensa y políticos distarían mucho de ser sus padres.

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