Tengo una vaca lechera

Durante la mañana del diluvio, en una escuela urbana -de ciudad y de urbanidad-, niños y niñas de diez años se reivindicaban como lo que realmente eran: propietarios de vacas. Decían tener vacas en Colombia o en Galicia; una, nueve o incontables vacas; blancas, rubias, vacas moteadas. Vivían demasiado lejos de ellas para acariciarles el morro, palmearles el lomo, ordeñarlas o beberse su leche, pero les hacían los ojos chiribitas y se les henchía el pecho de orgullo al proclamarse dueños de tan preciado patrimonio.

Para el niño que crece entre el cemento y los semáforos, la posesión de un rebaño de vacas mitológicas en algún lugar del mundo equivale a un tesoro de valor incalculable, a una ventana al paraíso prometido. Los niños saben, mejor que los adultos, que las vacas no flotan en una inmensidad etérea, así que para ellos su mera evocación arrastra imágenes de prados de un verde luminoso, de cántaros de leche inmaculada, de sonoros cencerros y de un cielo infinito.

¡Qué maravilla, en una tempestuosa mañana de cielo gris y de gris alquitrán, recordar que uno tiene una vaca! Aunque sólo sea una, aunque esté flaca y vieja, aunque cojee tuerta, aunque casi ni muja, ¡qué maravilla saberse dueño de algo así!


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