Se buscan mecenas
Las tintineantes monedas y los crujientes billetes nada valen si no es como medio de pago. No se comen, no se leen, no nos transportan, no nos cobijan. Sin embargo, cada vez cuesta más encontrar algo (una dedicación, un aprendizaje, una revelación, una relación) que nadie acabe simplificando, como si la vida no fuese sino una serie de ecuaciones solubles, hasta reducirlo a términos económicos.
A nuestra sociedad la aqueja un gravísimo superávit de gente capaz. Parece ser que no hay empresas faltas de trabajadores competentes y especializados. Un ejército de licenciados y profesionales vaga por este mercado de trabajo que los escupe como a huesos de aceitunas. Su currículum no va acompañado por un aval que garantice que su labor va a producir beneficios inmediatos y cuantiosos. No sirven.
Si de este crudo retrato no se escapa ningún sector, ¿a qué podemos aspirar en la eternamente depauperada industria cultural? La cultura ¿le es útil a la sociedad? ¿Vale la pena sufragar la actividad de los profesionales que cultivan artes diversas? ¿Quién va a pagar por disfrutar de una manifestación artística, sea del género que sea? Ojalá se me ocurriese ahora una ristra de argumentos convincentes para que alguien me cediese una casa donde escribir y vivir con mi familia, y que lo hiciese por el gusto de contribuir a la producción literaria de una autora modesta, decidida y laboriosa; o para que alguien más me abasteciese periódicamente de fruta, verdura, carne, huevos y pan, satisfecho de alimentar –literal y metafóricamente– el crecimiento de una compañía de teatro y con la esperanza de pasar a la historia del Arte Dramático como generoso mecenas. Mientras esto no ocurra, y mientras empresas e instituciones ignoren el potencial que se acumula aquí fuera, seguiremos sujetos a la precariedad o a la suerte, aceptando que hoy salga cara y mañana, cruz. Seguiremos siendo todos –de cualquier gremio– nuestros propios mecenas.
El dinero sólo vale como moneda de cambio. Aun así, hay quien dedica sus esfuerzos y recursos a atesorarlo como si le fuese la vida en ello. Hay quien no tiene más que dinero. Peor para él.
A nuestra sociedad la aqueja un gravísimo superávit de gente capaz. Parece ser que no hay empresas faltas de trabajadores competentes y especializados. Un ejército de licenciados y profesionales vaga por este mercado de trabajo que los escupe como a huesos de aceitunas. Su currículum no va acompañado por un aval que garantice que su labor va a producir beneficios inmediatos y cuantiosos. No sirven.
Si de este crudo retrato no se escapa ningún sector, ¿a qué podemos aspirar en la eternamente depauperada industria cultural? La cultura ¿le es útil a la sociedad? ¿Vale la pena sufragar la actividad de los profesionales que cultivan artes diversas? ¿Quién va a pagar por disfrutar de una manifestación artística, sea del género que sea? Ojalá se me ocurriese ahora una ristra de argumentos convincentes para que alguien me cediese una casa donde escribir y vivir con mi familia, y que lo hiciese por el gusto de contribuir a la producción literaria de una autora modesta, decidida y laboriosa; o para que alguien más me abasteciese periódicamente de fruta, verdura, carne, huevos y pan, satisfecho de alimentar –literal y metafóricamente– el crecimiento de una compañía de teatro y con la esperanza de pasar a la historia del Arte Dramático como generoso mecenas. Mientras esto no ocurra, y mientras empresas e instituciones ignoren el potencial que se acumula aquí fuera, seguiremos sujetos a la precariedad o a la suerte, aceptando que hoy salga cara y mañana, cruz. Seguiremos siendo todos –de cualquier gremio– nuestros propios mecenas.
El dinero sólo vale como moneda de cambio. Aun así, hay quien dedica sus esfuerzos y recursos a atesorarlo como si le fuese la vida en ello. Hay quien no tiene más que dinero. Peor para él.
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