Un lugar de la infancia
Es una muñeca casi tan alta como yo. Está articulada por los hombros, la cintura y las ingles. Las piernas y los brazos están tiesos. Tiene un mecanismo de sonido en el pecho: una portezuela en la espalda que contiene un disco en miniatura, y unos agujeritos en el pecho, dibujando un círculo. Pero ya no funciona. También tiene una ruedecita en la nuca, que le hace crecer el cabello larguísimo o lo recoge hasta dejarlo a la altura del hombro. Su pelo es áspero, parece de estropajo. El mío es corto, rizado y suave.
La yaya trajina en la cocina mientras el yayo ve la tele. Le hemos lavado la cabeza a la muñeca. Me atrinchero en el cuarto de los trastos, con un peine y un montón de rulos, y me propongo hacer algo más de verdad con sus pelos de esparto. Mi madre es peluquera. Intento desenredarlos. Fracaso. Hay demasiados nudos y la melena es muy larga. En el interior del armario empotrado, donde quepo de pie bajo el primer estante, encuentro unas tijeritas plateadas de esas de punta redondeada, de hacer manualidades en la escuela, con su tirita de tela y un nombre medio borrado.
Le corto el pelo a la muñeca. No tengo la precaución de hacerlo con la manecilla que regula la longitud al mínimo; cuando la cierro, encoge y parece un felpudo. La dejo como estaba y le coloco los rulos como buenamente puedo: cuelgan. Le pido a la yaya un secador, pero como está ocupada y no puede vigilar que no me de garrampa, me dice que sople. Soplo, soplo y soplo… hasta que se me acaba la paciencia. Le quito los rulos que quedan. No ha funcionado. Está ridícula. Parece un pato despeinado.
La visto con sus ropas de niña, con esmero, a ver si mejora, y por un momento lo hace. Pero cuando el pelo se seca por completo, vuelve a ser áspero y rebelde. Solo que ahora, con este nuevo peinado feo y torpe que me ha quedado, la muñeca heredada, sin música y con la melena artificial plagada de enredones, es mía.
La yaya trajina en la cocina mientras el yayo ve la tele. Le hemos lavado la cabeza a la muñeca. Me atrinchero en el cuarto de los trastos, con un peine y un montón de rulos, y me propongo hacer algo más de verdad con sus pelos de esparto. Mi madre es peluquera. Intento desenredarlos. Fracaso. Hay demasiados nudos y la melena es muy larga. En el interior del armario empotrado, donde quepo de pie bajo el primer estante, encuentro unas tijeritas plateadas de esas de punta redondeada, de hacer manualidades en la escuela, con su tirita de tela y un nombre medio borrado.
Le corto el pelo a la muñeca. No tengo la precaución de hacerlo con la manecilla que regula la longitud al mínimo; cuando la cierro, encoge y parece un felpudo. La dejo como estaba y le coloco los rulos como buenamente puedo: cuelgan. Le pido a la yaya un secador, pero como está ocupada y no puede vigilar que no me de garrampa, me dice que sople. Soplo, soplo y soplo… hasta que se me acaba la paciencia. Le quito los rulos que quedan. No ha funcionado. Está ridícula. Parece un pato despeinado.
La visto con sus ropas de niña, con esmero, a ver si mejora, y por un momento lo hace. Pero cuando el pelo se seca por completo, vuelve a ser áspero y rebelde. Solo que ahora, con este nuevo peinado feo y torpe que me ha quedado, la muñeca heredada, sin música y con la melena artificial plagada de enredones, es mía.
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