Consultorio sentimental
Permítanme que les cuente mi historia apelando a la suya, que les aborde sin reservas, con una pregunta abrupta: ¿alguna vez ha podido más su curiosidad que ustedes mismos? Quiero decir, ¿se han sentido impelidos en alguna ocasión a averiguarlo todo sobre una cuestión, más allá de los límites de la prudencia? Porque esto es sencillamente lo que me arruinó la vida, una vida que hasta entonces funcionaba como una seda.
Estas cosas terribles que uno lamenta para siempre suelen empezar de la manera más inocente. En mi caso, con una simple afición por la prensa. Díganme, ¿leen ustedes la prensa habitualmente? Si es así, es probable que tengan una sección preferida, un trocito de papel impreso por el que sientan especial debilidad. He conocido gente que me ha confesado preferir, entre todo el contenido del periódico, las reivindicativas cartas al director, el horóscopo o las necrológicas. Y un amigo mío, aunque no lo dijese abiertamente, se quedaba casi hipnotizado con las páginas de contactos y esos dibujos de señoritas cariñosas siempre a su disposición. Durante un tiempo, yo me pirraba por el consultorio sentimental. Para serles totalmente sincero, a mí la vida personal de la gente me importaba un bledo; no le concedía demasiada importancia ni siquiera a la mía. No obstante, me fascinaba el espectáculo de un individuo que se esforzaba, bajo seudónimo, por transmitir mediante palabras que se encontraba en una situación inédita, francamente grave y que precisaba un consejo profesional para salir adelante. Aún me emocionaba más, si cabía, la torpe retórica que utilizaban quienes respondían para disfrazar con lazos y grecas lo que era mero sentido común.
Movido por esta curiosidad (no exenta de soberbia, ahora me doy cuenta) hojeaba, en la estación de Sevilla, una publicación pseudocientífica sobre psicología para todos los públicos, el día en que empezó todo. Al editorial y al índice les seguía ‹‹La consulta de la doctora Zumárregui-Calderón››. Allí leí la primera carta de una supuesta Virginia:
‹‹Estimada doctora, le agradezco ante todo que se tome la molestia de atender mi caso. Le escribo para plantearle un problema corriente, en el que no me va la vida, aunque quizá sí la salud. Mi matrimonio me hace profundamente desgraciada. No sufro malos tratos, nada de eso; ni siquiera creo que mi esposo me sea infiel. Sencillamente, hace ya tiempo que se instaló entre nosotros una total indiferencia: nada de lo que yo hago parece complacerle ni contrariarle, mientras que nada de lo que hace él me causa inclinación o rechazo. Por favor, ayúdeme y no reduzca mi queja a una cuestión sexual, pues aquí el sexo es lo de menos. ¿Qué sentido tendría que disfrutásemos en la cama si nos ignoramos en todo lo demás? Gracias de nuevo. Virginia››
La respuesta de la doctora, repleta de términos polisílabos (como su apellido) y de referencias al origen etimológico de cada uno de ellos, venía a decir: paciencia, buena mujer, que toda relación tiene sus más y sus menos; recuperen las actividades que compartían antes y ‹‹el amor volverá a su cauce.›› El amor volverá a su cauce. Habrán notado que les he resumido el contenido de la nota, pero que esta frase era una cita textual. Verán ustedes, a pesar de que la ‹‹felicidad›› y el ‹‹equilibrio emocional›› son para mí el ideario ridículo de los inmaduros, las tomaduras de pelo me indignan sobremanera. ‹‹El cauce del amor›› es un concepto estúpido que no ofrece más que un falso consuelo. El amor, si lo es, no tiene cauce; como un río, se desborda o se seca o se esconde (supongo que conocen los ojos del Guadiana) pero, en lo que respecta al amor, nada nos asegura que acabe volviendo a su curso histórico. La respetabilísima Zumárregui-Calderón había redondeado su página con una falacia. Telefoneé a la editorial para comprobar las credenciales de la doctora, sospechando de su cualificación, pero me facilitaron su número de colegiada sin reparos y me invitaron a escribirle una carta a la revista si necesitaba ayuda psicológica o, aún mejor, a visitarla en su consulta privada. Definitivamente no se trataba de una impostora, sino sólo de una terapeuta idiota. Estaba seguro de que a Virginia (o como-se-llamase) el consejo se le acabaría revelando inútil y volvería, por tanto, a dar señales de vida en un medio u otro. Esperé.
Un par de semanas más tarde, en la sala de espera de mi dentista, en Barcelona, me topé con el suplemento de salud y belleza que incluye cada sábado un enjundioso periódico. En su rincón ‹‹Adela responde›› reaparecía el lamento de Virginia:
‹‹Querida Adela, mi vida matrimonial es insostenible. No hay pasión ni entendimiento. No hay nada. Nuestra relación es un desierto. ¿Qué puedo hacer? Gracias. Virginia››
La enfermera me nombró, inoportuna, y deslicé la revistilla en mi portafolio para retomar su lectura cuando acabásemos. La anestesia me aturdió y olvidé a Virginia durante unos días. Fue en el aeropuerto de París donde la publicación saltó de entre los demás papeles y me atrapó de nuevo:
‹‹Virginia, lo que nos cuentas es triste, pero más habitual de lo que crees. Te agradecemos tu valentía escribiéndonos, pues muchas de nuestras lectoras se habrán visto reflejadas en tus palabras. Así pues, amigas, este consejo va para todas vosotras: a pesar de que es injusto y doloroso que los esposos pierdan interés en nosotras tras haberles entregado lo mejor de nuestras vidas como mujeres y como madres, no podemos culparles sólo a ellos. Pensad hasta qué punto nos hemos descuidado, cómo hemos dejado de ser independientes y sexy. Oíd este llamamiento que puede cambiar nuestro futuro: poneos guapas, buscad aficiones, ganad algo de dinero en vuestro tiempo libre, tomad moderadamente la iniciativa en la intimidad, etc. En una palabra: liberaos. Virginia, ánimo. Muy pronto volverás a ser la esposa perfecta. Afectuosamente. Adela››
Esta Adela era retrógrada y su predicción, apocalíptica. Imagínense un ejército de mujeres tratando de recuperar las atenciones de sus esposos mediante la minuciosa confección de una máscara. Una multitud maquillada y perfumada acechando la satisfacción conyugal; moldeando en arcilla la sagrada familia para decorar el buffet; vendiendo seguros sanitarios por teléfono durante una hora al día; haciendo mohines amenazadores con los morritos al meterse en la cama… Llamé al periódico para exigir templasen su discurso, pero la secretaria apeló a la libertad de expresión de la señora de X (omito aquí el apellido del director del diario, porque les aseguro que ya he tenido suficientes problemas a raíz de este asunto) y me advirtió que me denunciarían por intimidación si seguía en mis trece. Colgué, preocupado en mi fuero interno por las horribles consecuencias que podía haber tenido la voz de Adela en Virginia.
Como era de esperar, los consejos de Doña Adela no surtieron efecto, al menos en Virginia. Debió intentarlo de veras, pues no volví a leerla hasta pasados tres meses. Esta vez yo estaba en el puerto de Helsinki y ella, en la sección ‹‹¿Ké te pasa?›› de un periódico gratuito que un servidor había conservado inadvertidamente desde Madrid:
‹‹Hola. No soy feliz. Mi marido no me hace caso. No sé qué hacer. S.O.S. Virginia››
Aquí nadie se entretenía con eufemismos. Los propios lectores mandaban sus respuestas por sms y éstas se publicaban al día siguiente. Sin trampa ni cartón, aparentemente, aunque no se podía descartar que algún becario supliese con inventiva y mala leche los mensajes que no llegasen. Allí estaba la pregunta, desesperada, suplicando un consejo eficaz. Si algo había que reconocerle a Virginia era que no se daba por vencida.
Cuando me desperté en el hotel de Berlín, corrí a consultar la edición electrónica del diario. Los consejeros no se habían hecho esperar:
‹‹Mándale a la mierda. Tú te mereces algo mejor. Piscis››, era el primero, de alguien anónimo que, con total seguridad, no sabía nada sobre Virginia. ‹‹Los hombres son unos cabrones. Vente conmigo. Mata-Hari››, era el segundo, de una lectora que no perdía ocasión para ligar. ‹‹A los tíos nos gustan putas. Seguro que eres una estrecha. Espabila. Semental››, era el tercero y lúcido comentario de una larga lista constituida por variaciones sobre los mismos temas. En una nota a pie de página el periódico se desentendía de toda responsabilidad sobre las opiniones vertidas por terceros, así que no tuve a quien llamar.
Virginia, aquella escritora desconocida de cartas de amor frustrado, empezaba a tomar cuerpo en mi mente. Reconozco que la compuse con lo mejor de cada casa y se me aparecía como una mujer preciosa, siempre disponible, delicada y dulce, que necesitaba a alguien que la cuidase. Me enamoré de un fantasma en letra impresa. A partir de ese momento, en mis viajes, revisaba exhaustivamente el consultorio sentimental de todas las publicaciones españolas. Seis largos meses estuve rastreando una nueva misiva suya. No obtuve más que silencio. Acabé incurriendo yo mismo en el peor exhibicionismo emocional, tratando de encontrarla. Sí, escribí a un popular programa radiofónico nocturno, ‹‹Pregúntale a Venus››, pidiendo ayuda:
‹‹Busco a una mujer decepcionada con su matrimonio que respondía al seudónimo de Virginia. Agradecería que quien tenga noticias suyas, o ella misma, se ponga en contacto conmigo. Haré cuanto esté en mis manos para hacerla feliz. Gracias. Vulcano››
Desde los más recónditos lugares, a través de internet, escuché noche tras noche el programa. Al cabo de otro mes que me pareció un año, por fin, la locutora leyó con voz sugerente la siguiente nota:
‹‹Ardiente Vulcano, si sigues interesado en aquella Virginia que se mortificaba aireando su pena, has de saber que ha muerto. Quien te escribe es ahora dueña de su propia vida y se hace llamar Belle de Jour. Ya sabrás encontrarme.››
Salté de la cama. Era de madrugada y los periódicos acababan de llegar a la recepción del hotel de Bilbao. No hacía muchos días, aquel amigo mío que se embobaba con las páginas de citas me recitaba preciosos nombres de mujeres fáciles: Canela en Rama, Ambrosía, Chispita, Terciopelo Rojo, Brisa del Desierto, Belle de Jour. ¡Belle de Jour! Ahí estaba su nombre acompañado por un teléfono. Llamé. No me atreví a articular ni una palabra. Ella susurró:
‹‹¿Eres tímido? No te preocupes, cariño. Te doy mi dirección, ¿quieres? Tú toma nota y ven a verme cuando te atrevas. Te estaré esperando, cielo.›› Escuché el nombre de la ciudad, la calle, el número y el piso con el corazón en la garganta. Cogí el primer avión.
− ¿Tú eres Belle de Jour? ¿Tú eres Virginia?
− Así es, Vulcano.
Como un idiota, esas fueron las únicas palabras que se me ocurrieron. Mi mujer me respondía, irónica y poderosa, medio vestida con lencería negra, tras despedir al cliente anterior.
− Te quiero – le dije, y sonrió maliciosa.
− ¿A mí? ¿A Virginia? ¿O a Belle de Jour?
− A ti – mentí, mirando al suelo.
− ¿Sabes qué vamos a hacer? – propuso acercándose, desnudándome, recorriendo mi cuello y mi torso con la lengua− Yo no voy a reprocharte nada.
− Gracias.
− Y cuando acabemos tú me vas a pagar, igual que todos.
Fue la mejor noche de nuestra vida de casados. Al día siguiente me puso las maletas en la calle. ¿Se imaginan? ¿Acabar así? A ella le va bien: mi amigo me ha comentado que su anuncio ha aumentado de tamaño y trae un dibujito seductor. Por mi parte, he dejado de leer el maldito consultorio sentimental. Les recomiendo que hagan lo mismo.
Estas cosas terribles que uno lamenta para siempre suelen empezar de la manera más inocente. En mi caso, con una simple afición por la prensa. Díganme, ¿leen ustedes la prensa habitualmente? Si es así, es probable que tengan una sección preferida, un trocito de papel impreso por el que sientan especial debilidad. He conocido gente que me ha confesado preferir, entre todo el contenido del periódico, las reivindicativas cartas al director, el horóscopo o las necrológicas. Y un amigo mío, aunque no lo dijese abiertamente, se quedaba casi hipnotizado con las páginas de contactos y esos dibujos de señoritas cariñosas siempre a su disposición. Durante un tiempo, yo me pirraba por el consultorio sentimental. Para serles totalmente sincero, a mí la vida personal de la gente me importaba un bledo; no le concedía demasiada importancia ni siquiera a la mía. No obstante, me fascinaba el espectáculo de un individuo que se esforzaba, bajo seudónimo, por transmitir mediante palabras que se encontraba en una situación inédita, francamente grave y que precisaba un consejo profesional para salir adelante. Aún me emocionaba más, si cabía, la torpe retórica que utilizaban quienes respondían para disfrazar con lazos y grecas lo que era mero sentido común.
Movido por esta curiosidad (no exenta de soberbia, ahora me doy cuenta) hojeaba, en la estación de Sevilla, una publicación pseudocientífica sobre psicología para todos los públicos, el día en que empezó todo. Al editorial y al índice les seguía ‹‹La consulta de la doctora Zumárregui-Calderón››. Allí leí la primera carta de una supuesta Virginia:
‹‹Estimada doctora, le agradezco ante todo que se tome la molestia de atender mi caso. Le escribo para plantearle un problema corriente, en el que no me va la vida, aunque quizá sí la salud. Mi matrimonio me hace profundamente desgraciada. No sufro malos tratos, nada de eso; ni siquiera creo que mi esposo me sea infiel. Sencillamente, hace ya tiempo que se instaló entre nosotros una total indiferencia: nada de lo que yo hago parece complacerle ni contrariarle, mientras que nada de lo que hace él me causa inclinación o rechazo. Por favor, ayúdeme y no reduzca mi queja a una cuestión sexual, pues aquí el sexo es lo de menos. ¿Qué sentido tendría que disfrutásemos en la cama si nos ignoramos en todo lo demás? Gracias de nuevo. Virginia››
La respuesta de la doctora, repleta de términos polisílabos (como su apellido) y de referencias al origen etimológico de cada uno de ellos, venía a decir: paciencia, buena mujer, que toda relación tiene sus más y sus menos; recuperen las actividades que compartían antes y ‹‹el amor volverá a su cauce.›› El amor volverá a su cauce. Habrán notado que les he resumido el contenido de la nota, pero que esta frase era una cita textual. Verán ustedes, a pesar de que la ‹‹felicidad›› y el ‹‹equilibrio emocional›› son para mí el ideario ridículo de los inmaduros, las tomaduras de pelo me indignan sobremanera. ‹‹El cauce del amor›› es un concepto estúpido que no ofrece más que un falso consuelo. El amor, si lo es, no tiene cauce; como un río, se desborda o se seca o se esconde (supongo que conocen los ojos del Guadiana) pero, en lo que respecta al amor, nada nos asegura que acabe volviendo a su curso histórico. La respetabilísima Zumárregui-Calderón había redondeado su página con una falacia. Telefoneé a la editorial para comprobar las credenciales de la doctora, sospechando de su cualificación, pero me facilitaron su número de colegiada sin reparos y me invitaron a escribirle una carta a la revista si necesitaba ayuda psicológica o, aún mejor, a visitarla en su consulta privada. Definitivamente no se trataba de una impostora, sino sólo de una terapeuta idiota. Estaba seguro de que a Virginia (o como-se-llamase) el consejo se le acabaría revelando inútil y volvería, por tanto, a dar señales de vida en un medio u otro. Esperé.
Un par de semanas más tarde, en la sala de espera de mi dentista, en Barcelona, me topé con el suplemento de salud y belleza que incluye cada sábado un enjundioso periódico. En su rincón ‹‹Adela responde›› reaparecía el lamento de Virginia:
‹‹Querida Adela, mi vida matrimonial es insostenible. No hay pasión ni entendimiento. No hay nada. Nuestra relación es un desierto. ¿Qué puedo hacer? Gracias. Virginia››
La enfermera me nombró, inoportuna, y deslicé la revistilla en mi portafolio para retomar su lectura cuando acabásemos. La anestesia me aturdió y olvidé a Virginia durante unos días. Fue en el aeropuerto de París donde la publicación saltó de entre los demás papeles y me atrapó de nuevo:
‹‹Virginia, lo que nos cuentas es triste, pero más habitual de lo que crees. Te agradecemos tu valentía escribiéndonos, pues muchas de nuestras lectoras se habrán visto reflejadas en tus palabras. Así pues, amigas, este consejo va para todas vosotras: a pesar de que es injusto y doloroso que los esposos pierdan interés en nosotras tras haberles entregado lo mejor de nuestras vidas como mujeres y como madres, no podemos culparles sólo a ellos. Pensad hasta qué punto nos hemos descuidado, cómo hemos dejado de ser independientes y sexy. Oíd este llamamiento que puede cambiar nuestro futuro: poneos guapas, buscad aficiones, ganad algo de dinero en vuestro tiempo libre, tomad moderadamente la iniciativa en la intimidad, etc. En una palabra: liberaos. Virginia, ánimo. Muy pronto volverás a ser la esposa perfecta. Afectuosamente. Adela››
Esta Adela era retrógrada y su predicción, apocalíptica. Imagínense un ejército de mujeres tratando de recuperar las atenciones de sus esposos mediante la minuciosa confección de una máscara. Una multitud maquillada y perfumada acechando la satisfacción conyugal; moldeando en arcilla la sagrada familia para decorar el buffet; vendiendo seguros sanitarios por teléfono durante una hora al día; haciendo mohines amenazadores con los morritos al meterse en la cama… Llamé al periódico para exigir templasen su discurso, pero la secretaria apeló a la libertad de expresión de la señora de X (omito aquí el apellido del director del diario, porque les aseguro que ya he tenido suficientes problemas a raíz de este asunto) y me advirtió que me denunciarían por intimidación si seguía en mis trece. Colgué, preocupado en mi fuero interno por las horribles consecuencias que podía haber tenido la voz de Adela en Virginia.
Como era de esperar, los consejos de Doña Adela no surtieron efecto, al menos en Virginia. Debió intentarlo de veras, pues no volví a leerla hasta pasados tres meses. Esta vez yo estaba en el puerto de Helsinki y ella, en la sección ‹‹¿Ké te pasa?›› de un periódico gratuito que un servidor había conservado inadvertidamente desde Madrid:
‹‹Hola. No soy feliz. Mi marido no me hace caso. No sé qué hacer. S.O.S. Virginia››
Aquí nadie se entretenía con eufemismos. Los propios lectores mandaban sus respuestas por sms y éstas se publicaban al día siguiente. Sin trampa ni cartón, aparentemente, aunque no se podía descartar que algún becario supliese con inventiva y mala leche los mensajes que no llegasen. Allí estaba la pregunta, desesperada, suplicando un consejo eficaz. Si algo había que reconocerle a Virginia era que no se daba por vencida.
Cuando me desperté en el hotel de Berlín, corrí a consultar la edición electrónica del diario. Los consejeros no se habían hecho esperar:
‹‹Mándale a la mierda. Tú te mereces algo mejor. Piscis››, era el primero, de alguien anónimo que, con total seguridad, no sabía nada sobre Virginia. ‹‹Los hombres son unos cabrones. Vente conmigo. Mata-Hari››, era el segundo, de una lectora que no perdía ocasión para ligar. ‹‹A los tíos nos gustan putas. Seguro que eres una estrecha. Espabila. Semental››, era el tercero y lúcido comentario de una larga lista constituida por variaciones sobre los mismos temas. En una nota a pie de página el periódico se desentendía de toda responsabilidad sobre las opiniones vertidas por terceros, así que no tuve a quien llamar.
Virginia, aquella escritora desconocida de cartas de amor frustrado, empezaba a tomar cuerpo en mi mente. Reconozco que la compuse con lo mejor de cada casa y se me aparecía como una mujer preciosa, siempre disponible, delicada y dulce, que necesitaba a alguien que la cuidase. Me enamoré de un fantasma en letra impresa. A partir de ese momento, en mis viajes, revisaba exhaustivamente el consultorio sentimental de todas las publicaciones españolas. Seis largos meses estuve rastreando una nueva misiva suya. No obtuve más que silencio. Acabé incurriendo yo mismo en el peor exhibicionismo emocional, tratando de encontrarla. Sí, escribí a un popular programa radiofónico nocturno, ‹‹Pregúntale a Venus››, pidiendo ayuda:
‹‹Busco a una mujer decepcionada con su matrimonio que respondía al seudónimo de Virginia. Agradecería que quien tenga noticias suyas, o ella misma, se ponga en contacto conmigo. Haré cuanto esté en mis manos para hacerla feliz. Gracias. Vulcano››
Desde los más recónditos lugares, a través de internet, escuché noche tras noche el programa. Al cabo de otro mes que me pareció un año, por fin, la locutora leyó con voz sugerente la siguiente nota:
‹‹Ardiente Vulcano, si sigues interesado en aquella Virginia que se mortificaba aireando su pena, has de saber que ha muerto. Quien te escribe es ahora dueña de su propia vida y se hace llamar Belle de Jour. Ya sabrás encontrarme.››
Salté de la cama. Era de madrugada y los periódicos acababan de llegar a la recepción del hotel de Bilbao. No hacía muchos días, aquel amigo mío que se embobaba con las páginas de citas me recitaba preciosos nombres de mujeres fáciles: Canela en Rama, Ambrosía, Chispita, Terciopelo Rojo, Brisa del Desierto, Belle de Jour. ¡Belle de Jour! Ahí estaba su nombre acompañado por un teléfono. Llamé. No me atreví a articular ni una palabra. Ella susurró:
‹‹¿Eres tímido? No te preocupes, cariño. Te doy mi dirección, ¿quieres? Tú toma nota y ven a verme cuando te atrevas. Te estaré esperando, cielo.›› Escuché el nombre de la ciudad, la calle, el número y el piso con el corazón en la garganta. Cogí el primer avión.
− ¿Tú eres Belle de Jour? ¿Tú eres Virginia?
− Así es, Vulcano.
Como un idiota, esas fueron las únicas palabras que se me ocurrieron. Mi mujer me respondía, irónica y poderosa, medio vestida con lencería negra, tras despedir al cliente anterior.
− Te quiero – le dije, y sonrió maliciosa.
− ¿A mí? ¿A Virginia? ¿O a Belle de Jour?
− A ti – mentí, mirando al suelo.
− ¿Sabes qué vamos a hacer? – propuso acercándose, desnudándome, recorriendo mi cuello y mi torso con la lengua− Yo no voy a reprocharte nada.
− Gracias.
− Y cuando acabemos tú me vas a pagar, igual que todos.
Fue la mejor noche de nuestra vida de casados. Al día siguiente me puso las maletas en la calle. ¿Se imaginan? ¿Acabar así? A ella le va bien: mi amigo me ha comentado que su anuncio ha aumentado de tamaño y trae un dibujito seductor. Por mi parte, he dejado de leer el maldito consultorio sentimental. Les recomiendo que hagan lo mismo.
Hay que leer...
ResponderEliminary también hay que saber escoger (lo que se lee)
;)