PRÓLOGO DE LA DESTRUCCIÓN

[Capítulo apócrifo de Historia abreviada de la literatura portátil, libro de Enrique Vila-Matas, que debería figurar entre ‹‹Postal de Crowley›› y ‹‹Todo el día en las tumbonas››.]

Quién sabe si involuntariamente Crowley había confundido la dirección de Picabia en París o si había trazado no sin la peor intención aquel 72. Fuera como fuese, el destinatario, que vivía en realidad en el 82 de la rue des Petits Champs, leyó en el error una inequívoca inversión del número shandy por excelencia, lo cual vino a confirmar sin ningún género de duda su sospecha sobre la condición irreversible de traidor del remitente.

A pesar de que habían pasado meses desde su último encuentro con los portátiles, Picabia continuaba considerándose, con pleno derecho espiritual y fundacional, uno de ellos. Su distanciamiento era puramente físico y se debía por completo al hecho, que no pudo ignorar por demasiado tiempo tras la definición de la sexualidad extrema que profirió O’Keefe, tras aquel silencio de emboscados en Port Actif que inauguraba la conjura shandy al tiempo que la condenaba a una pronta extinción, de que él no era en absoluto una máquina soltera, sino más bien una máquina fecunda y sucesivamente monógama (con períodos de bigamia provisional entre matrimonio y matrimonio). No podemos culparlo de no haber tratado de recuperar su libertad portátil para participar plenamente del shandysmo ya que durante semanas centró sus esfuerzos en reducir al tamaño de sendos dedales a Germaine y a Olga, su esposa y su amante en esa época, aunque lamentablemente no obtuvo el resultado deseado a causa de la escasa habilidad del jíbaro que celebraba los rituales. Si bien este fracaso lo aligeró de cargas familiares, pues Germaine no encajó con su habitual comprensión que Francis la prefiriese bajo la forma de un útil de costura y lo dejó plantado, Olga aprovechó la deserción de Germaine para erigirse en nueva esposa frustrando así la efímera soltería de Picabia (que ya se disponía a reunirse con sus compañeros en la fiesta de Viena). Finalmente él tuvo que aceptar que su situación no casaba, nunca mejor dicho, con el requisito primordial de los portátiles y que su flamante mujer, no siendo lo suficientemente transportable, era un lastre pesado pero irrenunciable que le obligaba a conformarse con ejercer de shandy por correspondencia. Probablemente el exilio forzado de la patria portátil exacerbaba su temor a que ésta desapareciese, pues sólo así se explicaría la intensidad de la preocupación que le embargó con motivo de la recepción de la postal de Crowley. En Caravansérail dedica un párrafo hermético y apasionado a describir aquella emoción: ‹‹Un graznido del más allá me sacude y yo me precipito a buscar en el pasado respuestas al futuro. Se me aparece Machine tournez vite como una obra premonitoria, que me muestra convertido en rueda menor y compacta, engarzada, ensamblada, encajada a una mayor, giratoria y portátil. Somos dos pero somos uno: un único mecanismo tictaqueante.
›› Un graznido me advierte, la gran rueda invisible está próxima a quebrarse. Con su final, oculto y previsible, quedaremos todos nosotros, dientes del engranaje, reducidos a alfileres, sólo valdremos para prender ramilletes de alambre a las blusas de las muchachas. Siempre se nace muerto, pero quizá aún se pueda salvar la máquina. Negaré hasta su última rotación el final evidente e inmediato de esta burbuja de plomo que nos creció entre los dedos. Mientras, las uñas se me ennegrecen anticipando la llegada de la muerte.››

Desde París trató desesperadamente de romper la campana de cristal que mantenía a los portátiles ajenos a las oscuras intenciones de Crowley y envió a Duchamp un sobre que contenía, recortada letra a letra, la minúscula caligrafía del traidor, y en el reverso del cual dibujó, a modo de remite, un Optófono. Como era de esperar de nada sirvió, incluso Crowley contaba con ello; no por casualidad había dado motivos para sospechar precisamente al único portátil anclado, quien difícilmente tomaría medidas tan drásticas como las que le habían infligido recientemente a Céline, ésta era la razón por la cual había escogido a Picabia como testigo impotente de la desmembración; no había dejado nada al azar en este asunto: daría fin de la conjura portátil en el año 1927 y el apogeo creativo que vivían los shandys en el sanatorio –donde, por primera vez desde su fundación en Port Actif, se aplicaban a la creación portátil y al silencio hiperexpresivo de día y de noche- sería un excelente prólogo de la destrucción.

Duchamp no respondió, cosa que disgustó a Picabia aunque el dispendio en sellos había sido mínimo, ya que detestaba ir y venir de la oficina de correo pues en más de una ocasión se le había aparecido en la puerta giratoria de entrada un negro cartero enano que tocaba el clarín de forma burlona. A pesar de su malestar, insistió enviándole una nota más explícita: ‹‹Puedes fotografiar un paisaje, pero no puedes fotografiar lo que pasa por la cabeza de un ODRADEK.›› Esta vez Duchamp le devolvió el dibujo del Optófono y una carta laboriosamente compuesta cosiendo los microscópicos caracteres de Crowley a una pluma de colibrí.
Picabia, designado –desolado e indignado-, publicó el número vigésimo de su revista 391. A pesar de que una inundación arruinó la tirada completa antes de su distribución, hoy sabemos que contenía páginas y más páginas de luto riguroso, negras, sin márgenes ni texto, a excepción de un solo esbozo en la página final: un cuervo vertiendo a propósito el contenido íntegro de una botella de champán francés, llena en realidad de shandy, sobre una cámara fotográfica con el diafragma abierto.


[Tras incluir el capítulo ‹‹Prólogo de la destrucción›› convendría realizar la siguiente corrección: en la cuarta línea del segundo párrafo de ‹‹Todo el día en las tumbonas››, donde se lee: ‹‹… le escribió para decirle que…››, debería leerse ‹‹… le respondió dándole a entender que…››.]

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