El escritor emigrado y la tradición
Ponencia dentro del Congreso “La lengua y la patria: el papel de la literatura como bandera nacional” (al que la autora fue invitada por error y al cual asistió por necesidades económicas).
Si es escritor quien escribe y emigrado aquel que reside fuera de su patria (entendiendo ésta como el lugar, ciudad o país donde se ha nacido), entonces hoy y aquí me reconozco y proclamo escritora emigrada. Y aunque nunca antes había teorizado al respecto, ahora advierto que mi condición de escritora emigrada modifica mi relación con el lenguaje, elemento básico de toda obra literaria; elemento único, desde una perspectiva materialista.
Asumo como propia esta etiqueta, que me parece más próxima a quien soy y a lo que escribo que el resto de señas de identidad posibles: escritora española (¿mande?), integrante de la jove dramatúrgia catalana (ejem…), mujer (obviedad que me obligaría de repente a ejercer de feminista), etcétera.
¿A qué tradición nos acogemos, por lo tanto, los escritores emigrados? Nos ampara una maravillosa multitud de predecesores que puebla la Tierra en cuerpo u obra. Antes de enumerarlos conviene que acordemos permitirnos una licencia: a pesar de que el adjetivo “emigrado” se atribuya generalmente a aquel que abandona su patria por motivos políticos, mientras que “emigrante” se usa principalmente al referirse al que lo hace por asuntos económicos, nosotros aplicaremos el primer término a todos nuestros autores sin distinción; seamos discretos y aceptemos que cuando uno emigra, sus razones tendrá.
Nos centraremos en la cuestión de la particular relación con el idioma que establecen los escritores emigrados. Por una parte encontramos a los autores fieles a su lengua materna. Son escritores que no abandonan su patria lingüística a pesar de haber dejado su patria nacional. Constituyen una tradición poderosa, engrosada por escritores como Cortázar, Zweig, Sebald o Joseph Roth. En su artículo “El bozal para escritores alemanes”, publicado dentro de La filial del infierno en la tierra, declara Roth: “La verdadera patria del escritor emigrado es la lengua en la que escribe”. Salta a la vista que el autor exiliado no equipara idioma y bandera nacional, sino que adscribe la lengua de la creación al ámbito de la identidad y la pertenencia del autor.
Una segunda rama de los escritores emigrados conforma otra tradición: la de quienes rechazan su lengua materna en una tajante declaración de principios y adoptan la de su país de acogida para la vida y para la escritura. Milan Kundera es un representante sólido de este grupo. Y si se me concede que atribuya valor literario a la escritura de guiones cinematográficos, incluiré a Billy Wilder dentro de esta tradición.
La tercera posibilidad, tal vez más ilógica o desapasionada que las anteriores, profundiza sin embargo en la misma vía: la de la libertad personal del autor en todo lo que concierne a su obra. Es la rama del escritor emigrado por elección propia y la del promiscuo que asalta otra lengua (u otras) sin que ninguna circunstancia política o económica le obligue a hacerlo. Se trata de autores que escogen: escribir en una sola lengua de entre todas las que conocen, como Borges; desmarcarse de la condición de emblema nacional que se impone a sus obras, como Koltès (francés en Francia que escribe: “Yo no soy de aquí”); enriquecer su mundo ampliando las fronteras territoriales, lingüísticas, temáticas, como Juan Goytisolo; crear usando una lengua que no es la suya y hacerlo fluidamente, sin tachar ni corregir, con un gesto desafectado que sucede entre la mano y el papel, como Samuel Beckett; visitar otras lenguas en un acto de vagabundeo y aventura, disfrutando de “una de las experiencias más enigmáticas y conmovedoras que pueden ofrecerse a un escritor”, como Antonio Tabucchi; aceptar como un regalo haber recibido múltiples idiomas en la infancia, no tener una única lengua materna, como George Steiner (“Lejos de ser un castigo, Babel es una bendición misteriosa e inmensa. Aprender nuevas lenguas es entrar en otros tantos mundos nuevos”); convertir en un motor de escritura infalible el descubrimiento de los innumerables registros de su propio idioma que le ofrece la ciudad (adonde ha llegado huyendo de su pueblo natal, de los problemas económicos y de un matrimonio desgraciado), como William Shakespeare.
Hasta los dieciocho años mi única lengua era el castellano. Actualmente, por elección propia, leo en cuatro idiomas y escribo con soltura en dos. No es mucho. Sigo aprendiendo. Esta tradición, políglota y libre, curiosa y entusiasta, es la que reivindico. No reniego en absoluto de los escritores emigrados precedentes, los emigrados obligatorios. Todos compartimos una experiencia común: el encuentro con una cultura que nos era ajena; la condición de extraños allí donde llegábamos y en el lugar que habíamos abandonado; la aproximación a la lengua del otro, en la que hemos descubierto un tesoro sintáctico y léxico, denotativo y connotativo, idiomático, abundante en matices desconocidos; la adquisición de una nueva perspectiva de nuestra propia lengua, tan particular, y de la lengua en su acepción más universal.
Romper las cadenas que nos someten a una patria lingüística obligatoria y situar la propia escritura más allá de la tradición nacional emparienta al escritor emigrado con la literatura: las grandes tradiciones literarias, las lenguas como material noble, los autores susceptibles de ser tomados como modelo a seguir o evitar. El escritor emigrado nunca acepta las presuposiciones sobre cómo debería escribir según su procedencia, situación o naturaleza. El escritor emigrado se planta en medio de la corriente y decide hacia dónde encamina su obra.
Otras ponencias de la misma autora:
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El escritor cinéfilo y la tradición.
El escritor hambriento y la tradición.
Hola Pepa, cómo me gusta leerte. te mando un abrazo otoñal
ResponderEliminarperegrí
Hola, Eva. Sabes que ídem a tot.
ResponderEliminarBesos petons.
libertad y pluma,abriendo las mentes,enriqueciendo las almas......
ResponderEliminar¡Gracias, ilsetowanda!
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