COTO DE CAZA MAYOR

Sábado, 11 de noviembre de 1989.
Otro fin de semana. Ayer recitaron por fin los niños el poema sobre la fiesta de san Martín que hemos trabajado durante diez días. A la salida, los padres de Juanico me invitaron a la matanza del cerdo en su alquería. Insistían en que no era bueno que una chica de mi edad pasase tanto tiempo sola. Decliné tan educadamente como pude su propuesta alegando que en estas fechas empieza a haber mucho que corregir. Prefiero quedarme en el primer piso sobre los soportales de la Plaza Mayor donde vivo desde septiembre, contemplando el ir y venir de los viejos de un banco a otro buscando el sol. Me he acostumbrado a encerrarme aquí leyendo y a salir a última hora de la tarde, antes de que cierren los comercios –cosa que en el pueblo hacen mucho más temprano que en la ciudad de donde vengo-, a comprar un poquito de carne. Soy casi vegetariana y aun así no puedo dejar de acudir a mi cita diaria en la carnicería: me fascina el espectáculo. Tras el mostrador despachan cinco mujeres: la dueña, su madre octogenaria y su hija, además de dos empleadas. Todas ellas manejan los cuchillos con una delicadeza y precisión que me maravillan. Trabajan con eficacia y amabilidad; aunque me molesta que me den conversación, la carne que me sirven es deliciosa, supongo.

Ya había oscurecido cuando me presenté, como cada tarde, en la carnicería. Suelo demorarme escogiendo qué pieza compraré para poder escuchar un rato el chirrido de los cuchillos contra la muela giratoria de la rebotica y la caricia de las hojas en el afilón. Cada cuchillo recupera, tras esta operación, su corte original y podría rebanar una mota de polvo en el aire: a punto para el día siguiente. Las cinco carniceras trasteando antes de cerrar, compartiendo bromas sobre los casos y clientes de la jornada y afilando los cuchillos con sencillez, se me antojan una comunidad invencible, una raza vigorosa de mujeres dotadas para la supervivencia. Anoche pedí un pollo entero, deshuesado. Quizá me excedí, pues a renglón seguido la primera empleada inquirió si iba a recibir visita. Enrojecí de callada furia ante las sonrisas cómplices de las cinco. La dueña notó mi malestar y zanjó el asunto: ‹‹Dejad en paz a la maestra. ¡Qué manía de meterse en la vida de cualquiera! Cosas de pueblo, señorita, usted perdone››. ‹‹No pasa nada››, respondí, recuperando la compostura. Ellas despiezaron, envolvieron y pesaron; yo pagué y salí. Ya estaba en casa cuando eché en falta el paquetito de la mercería que sólo había podido olvidar en la carnicería. Desde la ventana comprobé que su persiana estaba todavía a medio bajar y la luz, encendida. Me apresuré y entré agachándome. Lo habían encontrado y guardado: ‹‹Enseguida se lo traigo, señorita››. Me planté en el único rincón de suelo seco, aún sin fregar.

Entonces irrumpió, haciendo enloquecer la campanilla de la entrada, el propietario de la tienda contigua. Gritaba enfurecido: ‹‹Ha vuelto a hacerlo, me cago en la puta de oros, ha vuelto a hacerlo. Vieja chocha, no se lo repetiré, o me deja en paz o…›› Mientras, se había sacado del bolsillo trasero del pantalón de camuflaje un revólver. No llegó a dispararlo, aunque tampoco tuvo tiempo: la hija está casada con el único guardia civil del pueblo, que rondaba la plaza esperándola. Como una exhalación, abrió la puerta apuntándole con su pistola reglamentaria, lo inmovilizó y le recriminó aquella ocurrencia: ‹‹Macho, tú tendrías que saber que no se pueden ir blandiendo armas en establecimientos públicos. ¡Hala, a dormir al cuartelillo! Ya me has jodido la noche…›› Se lo llevó. Yo seguía en mi rincón, inadvertida por los hombres y pálida como unas manitas de cerdo. La vieja reparó en mí, se apiadó de mi estado y me ofreció un vaso de agua para reanimarme. Atenta como era, dispuso que me preparasen algo especial para desagraviarme porque, decía, ya era mala pata que hubiese asistido a semejante situación, yo, que no tenía ninguna culpa. Me hablaba a mí, pero parecía dirigirse a sí misma: ‹‹ Este muchacho no está bien. Figúrese que no lo quisieron ni en el Ejército. Su padre sí que era un buen inquilino. Tan agradable… Y cumplidor. Una alfarería, regentaba. Ese hombre tenía manos de ángel… Por el escaparate se le veía trabajar el barro en el torno. Hacía cuencos, tiestos, botijos, platos, jarrones… Beba, beba ¿Le gusta el conejo? Es de corral, no servimos caza. No. Caza, no. Ni sesos.›› Siguió a esta declaración un largo silencio. La vieja había caído en una especie de conmoción. La dueña y la hija la acompañaron a la rebotica. Traté de salir con sigilo.

Me detuvieron las empleadas, empeñadas en que me llevase el paquetito de compensación. Mientras que la una trajinaba y despellejaba al conejo, la otra me entretenía contándome cotilleos sobre el joven del revólver: que si se aprovechó de que a la vieja le chiflaban los botijos para renovar el alquiler cuando su padre se jubiló, que si ella hasta le había mantenido el mismo precio –una ganga-, que si ese chaval no sabía ni hacer un cenicero, que si por eso montó una armería en lugar de seguir la tradición familiar y que aquello fue el fin. Se ve que el marido de la vieja era cazador, que a menudo despachaban caza los lunes: liebres, perdices… Pero él quería ofrecer también a sus clientes piezas mayores (ciervo, jabalí…), así que el joven le vendió un rifle potente que vino a sustituir la antigua escopeta. En la primera cacería el viejo se voló la tapa de los sesos. Desde entonces, la vieja y el inquilino no se pueden ni ver. De un tiempo a esta parte es aún peor: él la acusa de tirar, por la noche y adrede, tripas ante la puerta de la armería para atraer perros y alimañas. A Dios gracias, la segunda empleada me entregó el envoltorio y la primera me franqueó el paso. Musité ‹‹buenas noches›› y regresé al piso por mi ruta habitual. Cené un plato de verdura hervida.

No podía conciliar el sueño. Bien abrigada, he montado guardia tras la ventana, con la atención dividida entre la carnicería y la tienda de armas. A eso de las seis ha vuelto el convicto, con la misma ropa y cara de malas pulgas. La puerta de la armería estaba, en efecto, sitiada por perros y alimañas. Los ha ahuyentado como un salvaje y se ha atrincherado en su establecimiento. La plaza ha permanecido en calma hasta las siete, hora en que las cinco mujeres llegan para disponer el género. Él ha asaltado, con las facciones desencajadas y un rifle, la carnicería.

No ha sonado ningún disparo. Tranquilidad y silencio. He empezado a coser. Finalmente, hacia las nueve, la segunda empleada ha levantado la persiana de su tienda y ha colgado en la puerta un letrero: ‹‹Hoy hay caza mayor››. Satisfecha, he dado las últimas puntadas al agujero de la bolsa de la compra por donde se me han ido cayendo sistemáticamente todos los paquetes de carne que he comprado desde mediados de octubre. ¡Dios, cómo le sentaba la camiseta de legionario a ese idiota! ¡Y qué mirada de suficiencia me dirigía cada vez que pasaba turbada por su puerta! Corto el hilo de un mordisco. Son las diez de la mañana. Me voy a dormir.

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