UNA INFANCIA (Inventario disperso)

Localizaciones:

1. Piso con tres dormitorios en el entresuelo primero de la calle Mariano Castillo. Mi cama desaparece como por arte de magia en un mueble empotrado. En el cuarto de los trastos, siempre en penumbra, el pedal cuadrado de la máquina de coser se balancea bajo mi peso. El teléfono, el único teléfono, fijo y escondido en un rincón del comedor, es de disco y su color, verde telefónico. Tiene un truco que solo conocemos la yaya y yo: si llamas a un número secreto una señorita te dice la hora exacta, con minutos y segundos. Una vez me equivoqué de número y al otro extremo de la línea contestaron los bomberos. En la cocina hay un botijo de cerámica, decorativo, que imita una sandía con el hueco de una tajada. El ángulo entrante, que rompe la tradicional forma redonda de todo botijo y de toda sandía, está primorosamente pintado de rojo con sus pepitas negras bien definidas. Alguien tiene una máquina de escribir. Es un señor gruñón, que teclea poemas taurinos con dolor –imitando el sufrimiento hondo que se supone que atraviesa a todo escritor fracasado–. No me permite escribir en su máquina. Su excusa, aunque cierta, me parece pobre: yo aún no sé escribir. El entresuelo de la calle Mariano Castillo tiene cuatro ventanas. Las dos delanteras permiten ver a la gente que pasa, de tan bajas. Las dos traseras se elevan, contra todo pronóstico, a miles de metros de altura. Pero la casa es perfectamente plana. ¿Cómo es posible? He aquí uno de los primeros enigmas de mi infancia. No pregunto. Una mañana, volviendo del mercado con la yaya, cruzamos por la bocacalle trasera y puedo ver cómo se hunde en una gran pendiente. Nuestro edificio esconde un almacén de grandes puertas metálicas bajo los pies.


2. Piso de largo pasillo en la calle Monegros –a tiro de piedra de Mariano Castillo, pueden consultar un mapa–. Mis primeras enfermedades: paperas, bronquitis, ¿varicela?, acetona –la acetona es un síntoma, lo sé, pero tenía entonces entidad de enfermedad para mí: una enfermedad dulcísima que se curaba con “Sugus” y “Coca-cola”–… Tras ellas, las primeras convalecencias. La compañía de Sonia, que a mi entender se parece a la presentadora de “La cometa blanca”; estoy, por lo tanto, segura de que eso era lo que hacía por las tardes, cuando se marchaba. Más tarde supe que la presentadora se llamaba Rosa León, y que Sonia se iba con su novio, o a su casa, donde coleccionaban teléfonos antiguos. Un día me invita y los veo, negros, dorados o de color perla, brillantes y en funcionamiento. Incluso me deja oír cómo dan señal, pero no me atrevo a proponerle que llamemos al número donde te dicen la hora. Cuentos, sobre todos los demás, contados, interpretados y modernizados por mamá, sentada al borde de la cama, tapándome bien. Cuentos larguísimos en la salud y en la enfermedad, tradicionales e inventados. Los mejores son sus historias de infancia, aunque aquí se calla cosas que yo sonsaco ávidamente a la yaya al día siguiente. “Higo maduro”, “El flan y la magdalena” o “La huída del colegio de monjas” son grandes títulos de mi literatura familiar que sólo nosotras tres conocíamos. En este piso no hay cuarto de los trastos, sino una cosa aún mejor: el taller de bricolaje. Papá construye –por las tardes o los fines de semana– estanterías, taburetes… El banco de trabajo es demasiado alto para que yo llegue. Desde abajo, me fascina el gran tablón de madera colgado en la pared de donde penden, sobre clavos estratégicamente dispuestos, las herramientas; cada una de ellas está rodeada por su propia silueta pintada con rotulador rojo de trazo grueso. En el comedor, mamá y yo leemos en voz alta la cartilla: un libro utilitario, francamente poco interesante. Literalmente, mi mamá me mima y yo amo a mi mamá.


3. Urbanización Las Planillas o la conquista de la independencia. Calles poco transitadas que nos permiten salir solos y sueltos. Árboles, acequias, pacas de paja apiladas, caracoles si llueve, moras, y una higuera que no es de nadie y que saqueamos en cuanto podemos. Dos perros. El vestido de novia de mi madre que aparece durante la mudanza. Arroz con leche un poquico socarrao, sopa de pescado salada como el mar, y chocolate caliente con bizcochos de soletilla algunos miércoles. En mi colegio viejo ya leíamos, en el nuevo aún no saben. La señorita me elige para leer en voz alta a los compañeros El pájaro verde por capítulos. Casualmente, alguien me dejó ver hace poco su ejemplar del mismo libro (el mío debió volar en la siguiente mudanza): es una crónica tendenciosa de la vida entrañable de una familia piadosa y de su relación fortuita con un loro del Amazonas. Una mañana, después de leer, salimos al recreo y un niño dio la vuelta entera en el columpio y se abrió la cabeza. Ese día volvimos a casa temprano.


4. “Casa del guardia” en la tercera fase de la cooperativa. Dos plantas, patio y garaje. Calle Padilla, perpendicular a Comuneros de Castilla y a Batalla de Villalar, paralela a Bravo y a Maldonado. Dos perros. Enorme plaza donde jugamos a pichi, una especie de béisbol de barrio. Asfalto más que suficiente para aprender a patinar por nuestra cuenta. Tizas con las que dibujar casas o castillos en el pavimento, con todo detalle: distribución, puertas, muebles, menaje… Primera bicicleta: cuatro ruedas, tres ruedas, dos ruedas. Los sábados veía “La bola de cristal” y maldecía el espacio “si-no-se-te-ha-ocurrido-nada-tal-vez-deberías-ver-menos-la-televisión”: imaginar no era el problema, lo imposible era descartar las inacabables ideas y elegir sólo una antes de que enfocasen la imagen borrosa. Por fin, la Biblioteca Municipal. Me limité a la sección infantil (Barco de Vapor series azul-naranja-roja, los Hollister, los Cinco, Fantomas, mitos griegos para niños, adaptaciones de Las mil y una noches, etc.) hasta aquel bendito día en que descubrí que no había edad mínima para tomar prestado cualquier libro. Hoy diría que en ese momento comprendí que el Universo era infinito.

Comentarios

  1. soy tu madre, muchas gracias. te quiero

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  2. así q aqui empieza todo? ahora ya puedo empezar x el principio,para variar..;)

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  3. Aquí empieza "Las uñas negras", aunque algunos de los primeros textos fueros escritos al margen del blog.

    Me gustaba echar a andar con una evocación de la infancia.

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