Yo soy buena persona
Me
lo confiesa con impunidad, aplomo y evidente coquetería: “Yo soy
muy buena persona. Se lo debo a mi padre, que también es muy buena
persona”. Me muerdo la lengua antes de añadir burlona: “Y él al
suyo, ¿verdad?, que era como vosotros muy buena persona”. No hace
falta, se basta solo: “Es que en mi familia todos somos muy buenas
personas”.
Sea
por el solsticio o por los años que hace que lo conozco, me da
pereza enzarzarme en una discusión cómica sobre lo ridículo e
ingenuo de su afirmación, en la que late mucho más de lugar común
que de vanidad. Enseguida se pondría digno creyendo que le cuestiono
la que él considera su mejor virtud, su herencia más preciada:
“¿Cómo que no somos buenas personas?”. Y en lo que atañe al
supuesto honor familiar, no hay humor que valga. Así que me callo,
esbozo una sonrisa escéptica, relleno las tazas de café y pasamos a
hablar de otra cosa.
Más
tarde, horas después de su partida, el ataque de risa contenido
reaparece y le doy rienda suelta. Me desternillo hasta las lágrimas.
Son demasiadas ya las veces que he escuchado de los labios de alguien
a quien aprecio: “Yo soy buena persona”. Y me dejan perpleja con
esa contradicción que ni siquiera advierten.
Nadie
me ha dicho nunca: “Yo soy malo, más malo que la tiña, indeseable
como las plagas de Egipto, temible como los jinetes del Apocalipsis”.
Cada hijo de vecino campa a sus anchas, inconsciente de sus impulsos,
deseos y odios, desparramando en forma de acciones y palabras
cotidianas sus prejuicios, arrebatos o convicciones, sin someterlos
ni someterse jamás a sí mismos siquiera a una nimia observación, a
un análisis somero. Pero luego, la tarde menos pensada, en una
conversación amistosa sueltan como dato objetivo lo que no es más
que una imagen complaciente e infundada de sí mismos. ¿Qué
entenderán por ser buena persona y debérselo además a los
ancestros?
Por
lo flamencos o hinchados que se ponen mientras dicen las palabras
mágicas, deduzco que algo así como cumplir cabalmente los
mandatos y las expectativas que la tribu –familia
y sociedad– habría depositado
en ellos. Obedecer y agradar. Permanecer ciegos a cuanto pueda haber
de injusto o falso en la verdad compartida. Mutilarse cualquier afán
que el grupo censure o que ponga en peligro su unidad inquebrantable.
No salirse del tiesto. ¡Cuánta frustración y cuántos rencores
fermentan en los recovecos inexplorados de esas buenas personas!
Se
las dan de buenos como quien señala la calidad de algo, su
superioridad, su abolengo, una especie de denominación de origen o
garantía de fiabilidad. En bondad leen blandura,
bonachonería, o buen fondo –¿acaso no
hay un rescoldo de buen fondo en todo ser humano, salvo monstruosas
excepciones?, ¿de qué presumir, entonces?–. Lo más iluso
de ir reivindicándose –ya sea en
alta voz o a la chita callando–
como buenas personas es que quienes a lo largo de la historia
del mundo se han abandonado a la bondad auténtica y han hecho de
ella su razón de vida raramente se han proclamado buenos. Les
sobraban humildad y quehaceres benéficos como para ir derrochando las fuerzas
en arrogarse títulos.
Tantos
adeptos tiene ya el buenpersonismo que no descarto que pronto
se constituyan jurídicamente y se hagan imprimir carnets que
acrediten su excelencia humana. Así se ahorrarán los penosos
esfuerzos diarios por salvar la cara y las carcajadas descreídas de
quienes los conozcan un poco.
Y yo soy muy guapo porque lo dice mi abuela.
ResponderEliminarPues entonces, a asentir y callar: a una abuela no se la discute.
ResponderEliminarDoncs jo sóc Gent de Pau!
ResponderEliminarQue la seva pau sigui la de tothom, bona gent.
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