Ensayo sobre teatro (VI): TABLILLA

¡Para no tener trabajo –como decía nuestra JOVEN ya olvidada–, aquí se trabaja cada día! No crean que se pasea arriba y abajo, amenazador, rotundo, autoritario, un jefe. Tiene cada quien sus propias obligaciones adquiridas, dictadas por la necesidad, y aunque a todas las anima un fin artístico, no todas son artísticas a priori. 

Las necesidades prosaicas del teatro y de quienes participan en la creación monopolizan una porción de la jornada: contratación, reservas, papeleo administrativo ineludible y árido, contacto con teatros y programadores a quienes puedan interesar nuestras obras, con compañías que desean exhibir aquí las suyas, búsqueda de patrocinio y mecenazgo… 

La palabra mecenas trae resonancias antiguas de generosidad y prestigio. Hubo en algún lugar personas acaudaladas que juzgaron deseable contribuir a que otros creasen. Sigue habiendo mecenas –aunque cueste dar con ellos, existen– y la suya es una labor no sólo loable sino recomendable porque tiene enormes posibilidades de éxito: comparado con el número de artistas que han pasado a la historia entre todos los que han pisado la tierra, el porcentaje de mecenas célebres es insultantemente alto. La explicación es fácil: un artista alimentado rinde más y su obra los catapulta a ambos a la posteridad. ¿Qué impulsa a los mecenas a entregar su dinero a los artistas? Quizá sientan que, con su aportación, crean algo ellos mismos; quizá quieran restituirle a la humanidad parte de la belleza que la dureza cuadriculada de los mercados de valores le arrebata; quizá lo hagan sencillamente para desgravar. Sean cuales sean sus motivos, el empobrecido teatro recibe ese dinero como agua de mayo. Luego, como si de un peculiar rey Midas se tratase, convierte esas monedas sobrantes en arte con sólo tocarlas. 

La segunda porción de la jornada, la consagramos a la creación. Escritura de nuevos textos, reescritura, pruebas. El texto dramático tiene una naturaleza escurridiza, no está concebido para reposar calmosamente sobre una página por los siglos de los siglos. 

La lectura privada de teatro merecería un elogio encendido que impreso conformase un grueso volumen. Se discurriría en él sobre el teatro de una sola butaca –la del lector a solas, aunque existe también el teatro para un único espectador arrimado al actor único en una cabina chiquitita–, sobre la evocación íntima de los escenarios donde se precipitan los acontecimientos, los encuentros y los enfrentamientos, sobre el libérrimo albedrío de quien lee para modelar la forma precisa, el gesto, la mirada de cada personaje, sobre la impagable oportunidad de oír –arrellanados en nuestro sillón, camuflados entre los pliegues de la tapicería– las palabras remotas o privadas en la voz de sus protagonistas. ¡Qué maravilla tomar entre las manos un ejemplar de Macbeth o de Hamlet y escabullirse horas después de sus páginas ensangrentadas, perplejos por haber sobrevivido a tal escabechina! ¡A qué extraordinario ejercicio de la imaginación nos invita la lectura de teatro! Por su brevedad, por su concisión, por su ritmo, por la vocación netamente oral de sus palabras ¡a qué viaje accesible y milagroso nos arrastra el teatro leído en soledad! 

No obstante, la cuestión ahora –en este ensayo en que estamos inmersos– radica en que en el teatro el texto dramático no es solamente literatura: sin una voz real que los haga audibles ni un cuerpo tangible que los encarne, acotaciones y diálogo quedan desamparados. Alguien debe acompañar la obra escrita en su largo –y a veces tortuoso e ingrato– camino hasta el espectador. Como, además, no hay ruta que no haga mella en el caminante, desde la versión primera de la pieza sobre el papel hasta su primera representación, las palabras –constantemente permeables– estarán expuestas a cambios. El creador anhela que, sean éstos azarosos o conscientes, siempre mejoren la obra; no obstante, también imponen cambios las dificultades técnicas o materiales insoslayables –qué se le va a hacer–. 

Más trabajo. Primeras lecturas de los actores, quienes además –ya se ha dicho– son responsables de mantenerse perpetuamente disponibles mediante un entrenamiento ordenado, riguroso, programado, de sus habilidades físicas, vocales y emocionales. El actor es la piedra filosofal del arte teatral, una piedra rara y delicada cuyo valor y fragilidad aumentan con los años: a medida que su alma se ahonda, su cuerpo envejece. El actor trabaja para no ser prisionero de su cuerpo, incluso cuando la edad le impone limitaciones insuperables; trabaja también para que el sufrimiento que vivir entraña no le endurezca y reseque el corazón como hace con el de cualquiera. De hecho, cómo envejecer en el oficio constituye uno de los grandes misterios del teatro, cómo vencer la rigidez progresiva de la musculatura y de la memoria, cómo evitar que la profundidad intelectual y emocional conquistada hermetice la interpretación, cómo sobrevivir a la inclemencia y a los bandazos de profesión tan imprevisible, cómo cumplir años y seguir encontrando personajes que hacer nuestros. En lo artístico, el actor debería depender de sí mismo: cultivar su independencia de pensamiento, su disciplina de entrenamiento, su búsqueda de personajes. El actor –siempre disponible, entregado, receptivo, en los períodos de trabajo en equipo– debe huir como de la peste de la postración en los períodos de supuesta inactividad. Su libertad pasa por despojarse de la pasividad en esas épocas en que ningún proyecto teatral requiera sus servicios. En lo material –tampoco nos llamemos a engaño– el actor depende de otros: de un contrato por cuenta ajena, de la financiación que consiga para sus propios montajes, de la recaudación de la taquilla o los acuerdos con los programadores, incluso de esporádicos empleos descabellados aceptados únicamente con fines alimenticios. A pesar de la adversidad de las condiciones, el actor debería poder dedicar buena parte del tiempo que no consumen funciones y ensayos a crecer como intérprete hacia dentro y hacia fuera. 

Entre la primera lectura y el estreno, media un período de ensayos de duración variable –un período jamás idóneo, tendiente a la insuficiencia, recortado por la precariedad y la prisa perpetua que ésta comporta–. En cambio, cuando Barrault describía el proceso de ensayo de su compañía, se adviertía en su planificación tiempo bastante para, si no colmar, al menos abordar con solvencia cada uno de los aspectos que constituirían las facetas de un espectáculo poliédrico. No se aproximaban a ellos de forma superficial, sino asignándoles días, semanas, meses de dedicación común. Y no dejaban correr esas horas en balde. 

Miren las plantas exuberantes de un jardín, recorran boquiabiertos sus senderos de grava y contemplen acebos, tomillos, lavandas, marialuisas, jazmines, margaritas y gardenias. Su belleza, dirán, se presenta espontáneamente, no se la deben a nadie. Sin embargo, no ignoran que una mano invisible se ocupa de regarlas, paciente; la misma que arranca los brotes indeseados de las semillas traídas por el viento; la misma que dispuso en su lugar exacto esos esquejes o cambió por amplios parterres aún desiertos las macetas que les aprisionaban las raíces a aquellas otras plantas; la misma, en fin, que les prodiga a todas ellas, criaturas verdes y floridas, vulnerables y espléndidas, mil atenciones. Estas tareas las cumple el jardinero con modesto sigilo y a conciencia, como quien se levanta temprano en domingo y se mueve con la determinación cuidadosa de no despertar a la familia. Quizá canturree mientras trastea, pero de ninguna manera va voceando «Vean cuánto me aplico, qué mérito que tengo», porque hablarán por él los frutos de su esfuerzo. 

A nadie se le ocurriría proclamar: «El jardinero no trabaja porque, cuando yo paseo por el jardín, nunca está allí». Tampoco diría nadie: «¡Fíjate, el panadero, lo único que ha hecho en todo el día: la hogaza que yo me he comido!». No obstante, permanece este ridículo equívoco en la imagen que comúnmente se tiene del artista. Sigue juzgándosele perversamente en términos de bajo rendimiento, como ya se hacía en la vieja fábula. ¿De veras se creen ustedes todavía el cuento de la respetabilidad de la hormiga y la pereza de la cigarra? Si la soberbia y decentísima hormiga no canta es porque no sabe. 

Las gentes del pequeño teatro –tratadas a menudo por las administraciones con un desprecio digno de la peor hormiga capataz– son la mano invisible que administra los asuntos prosaicos, que ordena los objetos humildes, que modela amorosa la materia poética –palabra, voz, cuerpo, luz, música…– durante el día, para en función de noche transformarse de lleno en palmera, en hortensia, en rosal encendido ante la vista atónita del paseante, que cree asistir a un milagro. Los milagros, señoras y señores, son el fruto de la dedicación. 

Como en cualquier oficio, se dan también en el teatro la indolencia y el hastío y hay quien se dice «Con cumplir ya basta» o bien «Total, si el público ni siquiera nota la diferencia». Quizá estén en lo cierto, quizá la filosofía imperante del escaparate omnipresente acabe calando también en el pequeño teatro; quizá la ley de la oferta y la demanda, universal e implacable, acabe por conquistar el alma de quienes en él tomamos parte. Hasta entonces, yo opongo al desánimo y a la conformidad otra ley más poderosa que la tentadora ley del mínimo esfuerzo: una ley según la cual el rigor y la excelencia no son optativos sino imprescindibles y cuya consecución no se alcanza por imposición –o por acatamiento quejoso– sino a través del propio deseo irrefrenable, de la voluntad imparable de crecer en el arte, de la curiosidad incontenible por cuanto guarde relación con la obra y aporte profundidad a su composición. 

Cuando hace ya siglos que aceptamos que la Tierra es redonda y se mueve en una danza compleja de rotación y traslación, nos rodea en cambio un bombardeo de mensajes planos de contenido invariable. Llegan a nosotros en una sucesión atropellada y creemos por ello que son ideas dinámicas, pero es la misma idea repetida hasta la saciedad en oraciones simples de verbo imperativo: «Obedécenos». 

Al arte y a la literatura, reductos de libertad, les corresponde contener y reflejar la hondura de las emociones, las acciones y las palabras que nos hacen humanos. Ahora bien, ¿cómo podrían captar y expresar esa complejidad sin la dedicación que hacerlo precisa? Ni se siembran y recogen guisantes en una hora, ni la velocidad de producción de un espectáculo es un valor artístico. La tecnología, gran aceleradora de procesos, abaratadora de costes, reductora del sobreesfuerzo físico, sigue sin poder hacer ciertas cosas: reflexionar, comprender, expresar, emocionar. 

El teatro es una poderosísima herramienta de transmisión de conocimiento –no de meros datos–, un depósito de experiencia. Como cualquier pozo, para alumbrar cubos rebosantes con los que saciar la sed del peregrino debe contener agua; como cualquier pozo artificial, no existiría si nadie hubiese descubierto el acuífero y se hubiese dejado la piel abriendo un agujero espacioso y seguro al que arrimarse. Una empresa así no se improvisa: nadie quiere volverse del teatro, cansado y aún sediento, por donde llegó. Así pues, estamos bien decididos a obrar ese milagro laborioso y a convertir la piedra que picamos en agua, y aun en vino con el que embriagar al público que acude en busca de respuestas. 

Porque, inconfesablemente, el espectador espera del teatro respuestas y consuelo, espera entrever por las rendijas el sentido de cuanto le inquieta, más todavía, espera el remedio infalible. Mientras que muchos prefieren negar la desazón de la existencia, enterrar el desasosiego bajo capas y capas de entretenimiento baldío, otros tantos le prestan oído y se empecinan en encontrar una explicación que aligere su carga, que le allane el camino. De entre éstos, unos vuelven la vista a la religión, a teorías científicas o supersticiosas, a placeres carnales o espirituales… Otros la vuelven al arte, a la literatura, quizá al teatro… Pues bien, en el teatro abraza uno, a través de la comprensión, al hombre: al que es él, al que son los demás. El teatro nos funde en un contorsionista abrazo simultáneo: con nosotros mismos –el abrazo más estrecho– y con el resto de los seres humanos –un amplísimo, inabarcable abrazo–. 

En síntesis, de la primera lectura al estreno van un número indeterminado de ensayos a lo largo de los cuales se llevan a cabo ilimitados ejercicios de aproximación a la obra, de inmersión, de experimentación y de representación… Suena abstracto. Describir pormenorizadamente tales prácticas resulta tan árido que la mayoría de manuales pedagógicos sobre teatro acaban pareciendo libros de ocultismo, listados de rituales incomprensibles. Se trata simplemente de despojar al equipo –especialmente a los actores, pero muchos de esos ejercicios serían recomendables para cada uno de los implicados en una producción dramática– de la armadura invisible de la cotidianidad. Las puertas, a todos accesibles, hacia dimensiones misteriosas y territorios desconocidos se abren hacia dentro. Una vez hemos comprendido el texto, necesitamos flexibilizar el cuerpo –y la voz y el pensamiento a través de él– para sumergirnos en las simas y los recovecos de la obra. No hay nada oscurantista ni sectario y da mucha risa que algunos vean en estas rutinas físicas la semilla de una conversión ideológica programada o una forma de celebración religiosa encubierta. En teatro no existe división entre cuerpo y mente –si ambos aparecen en escena disociados, lo harán como recurso expresivo consciente–; en la naturaleza, tampoco –por eso hablamos de movimiento orgánico para referirnos al movimiento naturalmente coordinado–. No obstante, el día a día –gota lenta e imparable que desgasta la roca sobre la que va cayendo, paciente, tozuda– fija en nuestro cuerpo gestos repetidos que pierden, en cuanto que automatismos, su capacidad de significación y refuerza estructuras psicológicas y emocionales, fosilizándolas hasta convertirlas en nuestro patrón invariable de conducta. 

Somos como somos. Sin embargo, el espectáculo dramático no se construye a partir de los modestos tics y las modestas ocurrencias que nos acompañan cuando vamos a comprar el periódico o cuando subimos al autobús. Cierto que algo así sucede en el teatro verbenero, donde a menudo basta con que un par de actores populares repitan lo mismo que han hecho siempre bajo un título distinto; en tales casos, valen los gestos personales llevados al paroxismo porque el público se rige por un sencillo criterio de identificación de lo que ya conoce. Lo que se pone en juego es el placer básico del reconocimiento y la repetición, el mismo que guía al niño de tres años a pedir que le cuenten trescientas veces seguidas la historia de Los tres cerditos

En la medida en que apela a la sensibilidad del público y aspira a desafiar su intelecto, el pequeño teatro no se conforma con hacer un uso tan rudimentario de las tablas: en vez de poner a señores satisfechos de sí mismos a pavonearse ante una platea embaucada, confecciona un minúsculo laberinto trufado de transformaciones alquímicas, desnudez del alma, sutileza y ambición artísticas materializadas artesanalmente, para que el espectador transite por él, para que se abisme en su interior. 

Los ensayos –con sus procesos sencillos de lectura, comprensión, memorización, montaje y repetición escena por escena; con sus procesos extraños de aproximación subjetiva, exploración de vínculos y acciones, concentración…– son al pequeño teatro lo que al carpintero las medidas, el corte, el ensamblaje, el martilleo, el lijado, el barnizado. Pero también él huele la madera, acaricia con las yemas de los dedos sus nudos y sus vetas, sopesa el martillo antes de asestar el golpe exacto, nota entre los labios que las sostienen el grosor y la dureza de las puntas metálicas. Y nadie se extraña.

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