El reventón de Flauberta



Llego a casa de la prima Pepa un día más tarde de lo convenido. Ella ya no está. Su barco soltaba amarras esta misma mañana, así que de ningún modo ha podido esperarme.

Tampoco yo he podido correr más. ¡Con las ganas que tenía de cenar juntas al son de la zambomba y la pandereta! Traía las mías, que conozco a Pepa y sé de sus reservas intelectuales hacia el jolgorio convencional. Pero, digo yo, ¿quién se resiste a cacarear villancicos en buena compañía? (La buena compañía es la de una servidora.)

Ayer, por el camino, tuve un reventón. La rueda de poniente de mi cuatricicleta explotó de repente a medio kilómetro de una aldea montañosa. ¡Qué contratiempo! ¿Quién encuentra en Nochebuena un filántropo de la mecánica?

No hay mal que por bien no venga: he pasado una noche memorable, comiendo, brindando y llorando de fervorosa ternura piripi en las mesas de medio vecindario. Cosas del espíritu navideño.

Porque, lo que es yo, llamaba a cada puerta, me presentaba como Flauberta y les pedía una rueda de repuesto para reunirme con la prima Pepa. Pues, en un abrir y cerrar de ojos, ellos ya me habían sentado en una silla plegable frente a un plato y una copa de dos juegos distintos, más distintos cuanta más gente cenaba.

Los comensales me cosían a preguntas sobre la vida de nuestros primos comunes y lamentaban los años que llevábamos sin vernos. En realidad, ni nos habíamos visto jamás ni compartíamos familia, pero yo no quería aguarles la fiesta con aclaraciones que no venían a cuento.

Así que, al cabo de un rato, nos arrancábamos con un “Ande, ande”, luego con un “Mira cómo beben”, más tarde con un “Yo me remendaba”, y acabábamos entonando un lacrimoso “Adeste fideles” en latín macarrónico.

Para no molestar ni crear suspicacias, de cada banquete me he ido retirando temprano. Tampoco he golpeado las aldabas de las casas donde no había luz.

Casi de amanecida me han recibido cordialmente en una cocina que olía a chocolate y bizcochos. Me han servido dos tazas, que sabían a gloria y un poco a socarrado. El hijo mayor ha despojado su propia bicicleta de rueda delantera y con ella ha sustituido la mía, destrozada. También me ha regalado la trasera para que no me vuelva a encontrar en un brete. Se ve que les ha pedido una bici nueva a los Reyes Magos y cifra todas sus esperanzas en lo bien que pueda portarse en los próximos días.

Por fin, aquí estoy: de guardesa navideña en casa de mi prima ausente. Las habitaciones son grandes y tienen vistas. En todas las mesas se amontonan papeles y libros. Me ha dejado una nota detallada y prudente con infinidad de instrucciones, aunque ella misma sabía desde que me invitó que haré lo que me venga en gana.

Por de pronto, salgo a regar las plantas ahora que llueve, que es algo que no he probado nunca. Después, a lo mejor me animo a pasear por el pueblo y visito a sus habitantes para darles un aguinaldo. Lo que más me apetece es suplantar al Paje Real y preguntarle a la gente decente a la salida de misa si este año han sido buenos. “No mientan –les diré con un susurro amenazador–: Sus Majestades de Oriente lo saben todo.”

PD. Escribo aquí por alusiones y por diversión, pero no vayan a contárselo a la prima Pepa, que en lo que atañe a su obra literaria suele ponerse un poco quisquillosa.

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