La cultura: ese oscuro objeto de consumo
¿Es
la cultura –en sí misma, intrínsecamente, de acuerdo con su naturaleza– un
objeto de consumo? Esa es la forma bajo la cual llega a nuestras manos: como la
última novedad editorial, el último estreno, el último grito. Por lo tanto, y
aun en contra de su naturaleza, la cultura entra al trapo de la lucha por
convertirse en tendencia y cunden términos paradójicos como “productos culturales”,
“industrias culturales” o “empresas culturales” –que la autoridad competente
homologa con toda solemnidad–, términos tan absurdos que quienes se llenan la
boca con ellos deberían llevar también nariz roja o cara blanca. Y como
ignoramos modos de subsistencia ajenos al intercambio económico, los propios
creadores acatamos el modelo compra-venta y agachamos las orejas ante sus
exigencias publicitarias.
El menguante y mal repartido presupuesto gubernamental le escatima cada vez más el pan y la sal a la cultura; tanto que ya no queda pan, y todavía menos sal. No quieran leer aquí el reproche de la artista resentida a las instituciones que la despojan de algo que creía suyo. A “Las uñas negras”, plin: se escribe y publica sin la colaboración de institución alguna, aunque claro, eso sólo es posible porque Pepa Pertejo en realidad no existe, ergo carece de necesidades básicas que sufragar.
Al cabo, a quien perjudica la extinción de ayudas a la creación no es tanto a los creadores famélicos como a la cultura en sí misma. Porque, sin ser un auténtico objeto de consumo, se ve abandonada a la suerte de los productos mercantiles, condenada a vagar sola y minúscula por las lujosas avenidas de la oferta y la demanda. Y los ciudadanos pierden la libertad: la capacidad de acceder a la información cultural, la posibilidad de disfrutar y aprender de la experiencia artística. Es más, rodeados de escaparates vistosos y de marcas registradas que compran su prestigio –literalmente, pactando el tratamiento crítico en cláusulas bien definidas asociadas a sus contratos publicitarios con los medios de comunicación–, los ciudadanos pierden las nociones fundamentales que les permitían distinguir cultura de franquicia.
Y sin embargo, los productos de ámbitos industriales están sujetos a normativas que les exigen un estándar de calidad, un etiquetaje riguroso, una ausencia de tóxicos. En cambio, la supuesta cultura que no lo es –los clones televisivos que invaden los escenarios, las novelas tragaperras…– no responden ante nadie.
La cultura no debería ser arrojada al mercado a competir en términos monetarios. Quienes tengan dinero y quieran invertir en cultura, que lo hagan de veras: que patrocinen proyectos culturales serios y contribuyan a la creación; que alimenten al creador, que alimenten la obra, que alimenten el acceso del público a esa obra; que exijan a los medios de comunicación el cumplimiento de su función original, la informativa, y pongan en evidencia que hace ya demasiado tiempo que periódicos, revistas, radio y televisión son puros soportes publicitarios –tanto en las cuñas como en los contenidos–. Si lo que en realidad pretenden esos hipotéticos inversores es rentabilidad económica, que consulten los índices bursátiles –accesibles en nuestros días en cualquier periódico o canal televisivo de noticias generales– y se agencien acciones a espuertas.
La creación cultural está adulterada. Con dinero se paga la atención mediática para obras mediocres de todo género, y esa atención se traduce a su vez en dinero. Mientras tanto, el Círcol Maldà –teatro que reabrirá sus puertas después de cuatro meses de cierre obligado por obras de restauración– convoca una rueda de prensa relativa a la inauguración del espacio y al inicio de la temporada. Está presente el equipo artístico del Círcol Maldà, así como los creadores de los cinco espectáculos programados hasta enero: Cos de Lletra con “Los niños tontos”, la compañía del Círcol Maldà con “Un dia d’aquests”, Pirates Teatre con “Sing Song Swing”, Moreno Bernardi y Mònica Almirall con “La voix 2”, Lali Barenys y Ramon Erra con “Pòlvora, confitura”. Ni un triste medio de comunicación hace acto de presencia. Será porque la cultura –en sí misma, intrínsecamente, de acuerdo con su naturaleza– no vende.
El menguante y mal repartido presupuesto gubernamental le escatima cada vez más el pan y la sal a la cultura; tanto que ya no queda pan, y todavía menos sal. No quieran leer aquí el reproche de la artista resentida a las instituciones que la despojan de algo que creía suyo. A “Las uñas negras”, plin: se escribe y publica sin la colaboración de institución alguna, aunque claro, eso sólo es posible porque Pepa Pertejo en realidad no existe, ergo carece de necesidades básicas que sufragar.
Al cabo, a quien perjudica la extinción de ayudas a la creación no es tanto a los creadores famélicos como a la cultura en sí misma. Porque, sin ser un auténtico objeto de consumo, se ve abandonada a la suerte de los productos mercantiles, condenada a vagar sola y minúscula por las lujosas avenidas de la oferta y la demanda. Y los ciudadanos pierden la libertad: la capacidad de acceder a la información cultural, la posibilidad de disfrutar y aprender de la experiencia artística. Es más, rodeados de escaparates vistosos y de marcas registradas que compran su prestigio –literalmente, pactando el tratamiento crítico en cláusulas bien definidas asociadas a sus contratos publicitarios con los medios de comunicación–, los ciudadanos pierden las nociones fundamentales que les permitían distinguir cultura de franquicia.
Y sin embargo, los productos de ámbitos industriales están sujetos a normativas que les exigen un estándar de calidad, un etiquetaje riguroso, una ausencia de tóxicos. En cambio, la supuesta cultura que no lo es –los clones televisivos que invaden los escenarios, las novelas tragaperras…– no responden ante nadie.
La cultura no debería ser arrojada al mercado a competir en términos monetarios. Quienes tengan dinero y quieran invertir en cultura, que lo hagan de veras: que patrocinen proyectos culturales serios y contribuyan a la creación; que alimenten al creador, que alimenten la obra, que alimenten el acceso del público a esa obra; que exijan a los medios de comunicación el cumplimiento de su función original, la informativa, y pongan en evidencia que hace ya demasiado tiempo que periódicos, revistas, radio y televisión son puros soportes publicitarios –tanto en las cuñas como en los contenidos–. Si lo que en realidad pretenden esos hipotéticos inversores es rentabilidad económica, que consulten los índices bursátiles –accesibles en nuestros días en cualquier periódico o canal televisivo de noticias generales– y se agencien acciones a espuertas.
Rueda de prensa: creadores frente a la ausencia de los medios.
La creación cultural está adulterada. Con dinero se paga la atención mediática para obras mediocres de todo género, y esa atención se traduce a su vez en dinero. Mientras tanto, el Círcol Maldà –teatro que reabrirá sus puertas después de cuatro meses de cierre obligado por obras de restauración– convoca una rueda de prensa relativa a la inauguración del espacio y al inicio de la temporada. Está presente el equipo artístico del Círcol Maldà, así como los creadores de los cinco espectáculos programados hasta enero: Cos de Lletra con “Los niños tontos”, la compañía del Círcol Maldà con “Un dia d’aquests”, Pirates Teatre con “Sing Song Swing”, Moreno Bernardi y Mònica Almirall con “La voix 2”, Lali Barenys y Ramon Erra con “Pòlvora, confitura”. Ni un triste medio de comunicación hace acto de presencia. Será porque la cultura –en sí misma, intrínsecamente, de acuerdo con su naturaleza– no vende.
¡Qué grandes momentos en el Círcol Maldà!
ResponderEliminar¡Viva la esencia de la cultura!
Desde luego, Harry: grandísimos.
ResponderEliminar¡Viva, viva y viva!