Extrañamiento familiar

Vaya por delante mi felicitación, y por una vez no busquen ironía en mis palabras, a quienes encuentran en su familia un espacio sereno de aceptación mutua, de respeto y calidez. A quienes pueden mirar sin resquemor a los ojos de esos otros tan próximos, hablar con ellos sin fingimiento y gozar de su presencia. A quienes saben, dígase o no, que cuando llegue el caso podrán contar los unos con los otros sin aspavientos ni regateos ni pretextos.

Dicho esto, hoy prestaré atención al extrañamiento familiar, una expresión que suena a paradoja (si algo es familiar, ¿cómo va a ser extraño?) y que traduce el llamado family estrangement, concepto divulgado por la asociación británica StandAlone para nombrar una situación mucho más común de lo que queremos reconocer, estigmatizada y dolorosa: la ruptura con uno o más de los miembros de la propia familia, nuclear o extensa.

Buena parte del estigma y de la carga añadida de dolor que éste comporta provienen de la sacralización de la idea de familia. ¡Tan pospostmodernos, ultramodernos y metamodernos como nos hemos vuelto! ¿A santo de qué sostenemos todavía la antorcha de la indisolubilidad familiar a cualquier precio? Esta noción no sólo es un atavismo, sino también una rémora parásita que dificulta la vida buena, feliz y sana, y retrasa (cuando no impide) el desarrollo personal y social.

El tiempo del miedo, la vergüenza, la costumbre perniciosa y la resignación como aglutinantes de las relaciones humanas ya pasó. Si alguien nos confiase que esas son las razones por las cuales mantiene una amistad o un romance, su situación nos alarmaría enseguida. La compañía ajena se busca y se fomenta porque nos resulta benéfica; hacerlo en nuestro propio perjuicio carece de sentido. La claridad y la simplicidad con que veríamos la conveniencia de un distanciamiento o una separación en el caso de ese alguien hipotético se evaporarían instantáneamente si esa misma persona nos hablase de un pariente cercano. Eso sí que no. Aquí se nos ocurrirán mil argumentos para aguantar carros y carretas porque la familia, ya se sabe, es lo primero.

La familia es, en realidad, una más de las numerosas estrategias que la humanidad ha desplegado en su afán de subsistir como especie. Su buena fama es fruto de un cuidadoso silencio, que oculta los fallos del mecanismo y culpa de ellos al individuo que los advierte o señala. Históricamente, la familia tiene connotaciones de servitud o esclavitud; en su seno se han tolerado la patente de corso y el derecho de pernada; se le supone garante de la protección y el cuidado del vulnerable, que queda así a expensas de la azarosa buena voluntad de sus consanguíneos; es la cuna de las peores desigualdades, la escuela del "nosotros y los otros". 

Que vivan la familia y sus virtudes cuando reinan en ella la cordialidad, el afecto y hasta el amor. Adiós a las ataduras tribales que permiten y perpetúan dinámicas injustas, crueles o ponzoñosas. Cuando las rechacemos, en un primer momento encontraremos soledad. Así empieza el camino hacia ese entorno sano de apoyo mutuo que no hemos tenido la fortuna de recibir naturalmente. Nada nos obliga a renunciar a una familia elegida y de veras sólida. Una familia afectiva hecha de amistad, afinidades, complicidades y experiencias compartidas. Una familia sin árbol genealógico. Salgamos a buscarla. 

 


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