Objeción de decencia
Granollers, Barcelona. Verano denso, verano olla exprés. Mediodía. Remanso de frescor, de sombra y de sala de espera casi vacía. De aire acondicionado y de poco trajín en la oficina del paro. Su número: E-016.
Pasan los minutos, y no acaban de disolverse los corrillos de las trabajadoras que comentarán sus inminentes vacaciones, o sus lamentables condiciones laborales, o sus quebraderos de cabeza familiares. Algo suyo, sea lo que sea.
Y pasan aún más minutos en los que la sala de espera permanece quieta, sujeta a la imperturbabilidad de la pantalla que anuncia turno y mesa. Cuando por fin regresan a su escritorio las funcionarias, se revoluciona el contador: en un suspiro están atendidos el D-021, el D-022, el D-23 y hasta alguna A.
Media hora cumplida en una silla azul, castigada por venir a inscribirse como demandante de empleo, media hora plegando y desplegando el papelito con la E que parece no Existir, de pronto advierte que en el monitor se ha encendido un nuevo aviso: E-015, mesa 13.
Ve la mesa 13 desde su asiento. La ocupa un señor con gafas. Parece desganado. Nadie acude a su llamada. El ciudadano E-015 ya no está, aburrido de esperar, harto o apresurado. El trabajador se cruza de brazos, entabla conversación con otro compañero, se levanta a dar una vuelta. Cinco minutos. Vuelve. La pantalla insiste: E-015, mesa 13. Al funcionario sólo le falta silbar mirando al techo o limarse las uñas. Otros cinco minutos.
Entonces ella, que ha tenido tiempo más que suficiente para llevar a cabo una exhaustiva observación que le revela que al menos ese día cada mesa atiende una letra y nada más que una, se ve impelida –mitad impaciente, mitad ingenua– a acercarse educadamente a la 13, por si acaso el buen hombre cree que la última E era esa que ya ha convocado dos veces y que se ha negado a comparecer. Él le espeta a su compañera 12, en un aparte sonoro y cargado de desprecio: “¡Ahora llega ésta!”. “Disculpe, el E-015 no está, yo tengo el E-016.” “¿Y qué quiere? Vuélvase a su sitio, que no tiene por qué tocarle en esta mesa.”
En efecto, el señor 13 sigue haraganeando y rezongando hasta que la mesa 15 queda libre y la pantalla conmina a la mujer E-016 a acudir allí. Y 13 aún le da palique a la trabajadora 15 de escritorio a escritorio, de malos modos y durante un buen rato, mientras la ciudadana que acudía a realizar un sencillo trámite en una oficina pública es ignorada con mala fe y peor educación.
Resuelta la gestión –que de ser viable de forma telemática podría haberle ocupado menos de cinco minutos en su casa–, la escritora E-016, recién inscrita como demandante de ocupación, sale de la oficina con un folio donde consta la fecha de renovación, un tema para uno de esos cromos realistas que titula “Libro de reclamaciones” y una constatación triste pero más vieja que el “Vuelva usted mañana” de Larra.
Hay empleados públicos con capacidad y vocación de servicio; hay otros con vocación sincera, aunque el desempeño de sus atribuciones no sea siempre afortunado; los hay dotados de una eficacia aséptica que suple hasta cierto punto su falta de interés; y hay unos cuantos empleados públicos que detestan tanto su labor como a sus destinatarios, y así lo hacen notar a cada instante. En lo más bajo de esa escala profesional están los trabajadores 13: gente que cree ceñirse a su obligación, cumplir, y que se encastilla en esa excusa para maltratar a quienes debería estar sirviendo. Gente que en su fuero interno ha hecho objeción de decencia.
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