¿La fiesta en paz?
A Pepa, tan entusiasta de la armonía y del jolgorio, es
oír un “Tengamos la fiesta en paz” y crujirle los dientes y ponerse de uñas. Por
más que la frase se vista de cordero –lanudo, remullido y virginal–, lobo se
queda. Raramente encierra un deseo de fraternidad; suele entrañar una
admonición, una reprensión, quizá una amenaza. Aún peor: a menudo se escucha de
labios de quienes más contribuyen a perturbar y desbaratar la convivencia. Exigirle
a otro que renuncie a defender su posición tras haber padecido un perjuicio y
apelar para ello al interés común constituye un abuso y un agravio.
La bandera de “la fiesta en paz” no ondea blanca, en señal de rendición o de tregua. Es bandera izada a media asta, apolillada y sucia, y lleva ya demasiado tiempo presidiendo nuestros destinos. Tal vez siglos. Seguro que décadas. Toda una dictadura que, muerto el dictador, siguió alentando. Que alienta todavía, si ya no en la letra, sí en el espíritu y en la aplicación de nuestras leyes. En los protocolos y mecanismos y aun costumbres de gobierno. En los hombres y las mujeres que, en virtud de un cargo o atribución, actúan conchabándose, solapadamente, saltándose a la torera sus obligaciones más fundamentales cuando no menoscabándolas. En quienes se blindan en sus torres de poder y, lejos de utilizarlas para lo que en realidad servían –esto es, para velar por el interés común y defenderlo de ataques e injusticias–, las usan como baluarte de su propio interés particular. O, lo que es lo mismo, del “interés común” de los que son como ellos. Al individuo apaleado por esta dictadura senil –que se maquilla con los colores de moda de cada temporada– se le inocula un mensaje inequívoco: “Tengamos la fiesta en paz”.
El poder en manos de semejantes hombrecillos y mujerzuelas –gente pequeña que dispone de los medios destinados a la gran obra de servir a otros para beneficiarse a sí mismos, gentuza que parece escogida aposta por su mezquindad y su corrupción moral probadas– actúa como una trituradora cruel. Se suceden los atropellos, las decisiones caprichosas, los abusos de autoridad y de derecho. A pesar de las advertencias de estos tiranos con pies de barro, a pesar de la sumisión que despiertan a su paso, a pesar de la ancestral costumbre de consentir y mirar a otro lado, de vez en cuando algún individuo decide no tener la fiesta en paz. Y no acata esas mentiras. Y no transige. De vez en cuando algún individuo se niega a bajar los brazos, por más que se eternice esa lucha desigual. Pero ¿debe sostenerla él solo?
La fiesta y la paz nacen de las buenas razones para celebrar y convivir, jamás del silencio dictado por el miedo. Despréndase cada quien de su miedo a denunciar la injusticia y a combatirla. Cambiémosle el sentido al “Tengamos la fiesta en paz”.
La bandera de “la fiesta en paz” no ondea blanca, en señal de rendición o de tregua. Es bandera izada a media asta, apolillada y sucia, y lleva ya demasiado tiempo presidiendo nuestros destinos. Tal vez siglos. Seguro que décadas. Toda una dictadura que, muerto el dictador, siguió alentando. Que alienta todavía, si ya no en la letra, sí en el espíritu y en la aplicación de nuestras leyes. En los protocolos y mecanismos y aun costumbres de gobierno. En los hombres y las mujeres que, en virtud de un cargo o atribución, actúan conchabándose, solapadamente, saltándose a la torera sus obligaciones más fundamentales cuando no menoscabándolas. En quienes se blindan en sus torres de poder y, lejos de utilizarlas para lo que en realidad servían –esto es, para velar por el interés común y defenderlo de ataques e injusticias–, las usan como baluarte de su propio interés particular. O, lo que es lo mismo, del “interés común” de los que son como ellos. Al individuo apaleado por esta dictadura senil –que se maquilla con los colores de moda de cada temporada– se le inocula un mensaje inequívoco: “Tengamos la fiesta en paz”.
El poder en manos de semejantes hombrecillos y mujerzuelas –gente pequeña que dispone de los medios destinados a la gran obra de servir a otros para beneficiarse a sí mismos, gentuza que parece escogida aposta por su mezquindad y su corrupción moral probadas– actúa como una trituradora cruel. Se suceden los atropellos, las decisiones caprichosas, los abusos de autoridad y de derecho. A pesar de las advertencias de estos tiranos con pies de barro, a pesar de la sumisión que despiertan a su paso, a pesar de la ancestral costumbre de consentir y mirar a otro lado, de vez en cuando algún individuo decide no tener la fiesta en paz. Y no acata esas mentiras. Y no transige. De vez en cuando algún individuo se niega a bajar los brazos, por más que se eternice esa lucha desigual. Pero ¿debe sostenerla él solo?
La fiesta y la paz nacen de las buenas razones para celebrar y convivir, jamás del silencio dictado por el miedo. Despréndase cada quien de su miedo a denunciar la injusticia y a combatirla. Cambiémosle el sentido al “Tengamos la fiesta en paz”.
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ResponderEliminar"Tengamos la fiesta en paz" --mamporro verbal--, es también expresión querida del que media en una trifulca empleando la misma violencia que los contendientes.
:-O
Querida Pepa:
ResponderEliminarInteresantísima reflexión. Comparto contigo mi opinión, ya que en no pocas ocasiones da la impresión de estar en una sociedad subyugada al poder de unas élites que no velan mas que por sus propios intereses.
Vivimos sedados, rodeados de información tendenciosa y subjetiva, nos obligan a competir a muerte entre nosotros, a ver el bien ajeno como algo negativo, nos inculcan que el valor individual es algo nimio e insignificante, machacando así el espíritu de esos soñadores que opinan diferente, que piensan en mayorías.
Mientras tanto, el sistema cada X tiempo te da a elegir, casi como en matrix "la píldora roja" o la "píldora azul", entre lo malo y lo peor, y has de conformarte con lo que salga; porque el resultado en el mejor de los casos no recortará tus derechos, aunque en el fondo sabes que ese gobierno "democráticamente legítimo" acabará por plegarse a intereses mayores, seguramente los mismos que lo pusieron ahí.
No obstante, antes o después, este viaje de orfeo en el que nos han embarcado sin nuestro permiso, tocará a su fin de una u otra forma, el baluarte de poder en el que se asientan y apoltronan unos pocos caerá, se cortarán los hilos a esos títeres vacíos y el pueblo recuperará lo que es legítimamente suyo.
Hasta entonces, "tengamos la fiesta en paz" saquemos la bandera blanca para nuestros semejantes, y guardemos la "jolly roger" a buen recaudo, quizás la necesitemos...antes de lo que imaginamos.
Un abrazo y un beso muy fuerte ;)
También, Francisco Manuel. ¡Qué dificil intervenir en una pendencia sin que se le ponga a uno el cuerpo jaranero!
ResponderEliminar¡Ay, Tachikoma!
ResponderEliminarLo malo de enarbolar las banderas -ahora la blanca frente a los unos, ahora la pirata contra los otros- es que acaba uno derrengado y confuso, porque las banderas no son más que signos de una visión o decisión más hondas. ¿Alguien es estrictamente "enemigo" o "amigo", sin aditivos ni paliativos?
Me quedo con el "Odia el delito y compacede al delincuente" de Concepción Arenal. Desentraña la injusticia y no cedas a ella, combátela, pero no te ensañes en tu empresa con quien crees injusto.