Sonría

Más infrecuente aún, más improbable,

¡más difícil todavía!, si se quiere,

que la sonrisa de diario, esa

mueca torpe, resignada y amable



que casi se ha extinguido de las calles

sucias y de los vagones del metro

o del tren –bamboleantes cómplices

involuntarios del intento último



de suicidio–; más bella, más valiosa,

que la sonrisa instintiva que emerge

del rostro complaciente de quien dice

patata, o güisqui, o Luís, o cheese, o sólo

se concentra en mostrar su lado bueno;



más rara, más decididamente

necesaria para seguir viviendo,

con o sin fotos, con o sin calles sucias,



–ajenos a los cantos de sirena

de las vías chirriantes, a los gritos

jaleadores de las locomotoras–



es la sonrisa oculta, la escondida

sonrisa que enraíza en el vientre,

que sube de los pies hasta los ojos,

que ilumina las manos, las mejillas,



la que es sonrisa plena aunque no asome

a la boca, curvándonos los labios,

la que es sonrisa franca, generosa

y duradera, de un verde frondoso.



Sonría. Le va en ello la vida.



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