Magro y el teatro agonizante (IV)

Dejaron atrás tres manzanas, torcieron a la derecha y luego a la izquierda por calles aledañas, y cruzaron un pasaje privado ajardinado que desembocaba en una placita empedrada de cuyos balcones ondeaba ropa tendida de los colores y tamaños más diversos.

—Ya casi hemos llegado –le anunció, alentadora, la mujer de la limpieza.

Movida por la emoción, le había imprimido al trayecto un ritmo demasiado exigente para el comisario, hombre de buen comer y caminar pausado, acostumbrado a coger un taxi a poco que una persecución se aceleraba. Ni Magro era atlético, ni lo pretendía: “Las mismas fuerzas que el culpable dilapida corriendo, el investigador debe invertirlas en pensar”, replicaba indefectiblemente a quienes cuestionaban su escasa inclinación a la acción directa. De pie en mitad de la plaza, sudaba literalmente la gota gorda y le hervían las mejillas.

—Ahí tiene una fuente, por si le hace falta refrescarse. La casa está al final de ese callejón –le sugirió ella en un arrebato maternal, o quizá de mala conciencia.

Julio Magro aceptó el sabio consejo: se quitó la chaqueta marrón chocolate, se remangó la camisa color crema pastelera y sumergió las manos, la cara y el cuello bajo aquel caño discreto.

—Benditas fuentes públicas –musitó.
—¿Sabía que, en algunos pueblos, el agua de las fuentes mana caliente? –le preguntó ella, haciendo gala de su cultura general.
—Compro oro, compro oro, compro oro… –repetía interminablemente el hombre anuncio que cruzó entonces la plaza.
—¡Alto! ¡Usted! ¡Un momento! –lo instó Magro, que se vestía apresuradamente.

El hombre obedeció sin dejar de recitar ininterrumpidamente su eslogan.

—Su cara me suena… ¿Dónde lo he visto yo antes? –prosiguió el comisario; el hombre, erre que erre con su frase, se encogió de hombros–. Investigo un caso extraño, estrechamente relacionado con un teatro –el otro lo miró alarmado, sin por eso callar ni un instante–. ¿Tiene usted algo que ver con el teatro? –Él asintió–. ¡Ahora caigo! ¡Su foto! ¡Está colgada en el vestíbulo! Gafas, mirada perdida, timidez evidente… ¡El dramaturgo!
—Compro oro, compro oro, compro oro… –parecía complacerle que lo hubiesen reconocido.
—Necesito charlar con usted. ¿Podría dejar de canturrear ese reclamo suyo para que hablásemos?
—Compro oro, compro oro, compro oro… –insistió él, con cara de circunstancias.
—¿No me entiende?
—Es usted quien no lo entiende, comisario –lo interrumpió la limpiadora–. ¡Coño con la perspicacia policial! ¿No ve que está trabajando? ¿O qué se ha creído, que el pobre se viste con esos cartelones amarillos para ir a la moda? En horario laboral, si se calla ¡a la calle! –el hombre anuncio otorgaba, compungido–. Ilustre señor dramaturgo, ¿cuándo se acaba su turno? –con gestos, él los citó al cabo de una hora en ese mismo lugar–. ¡Es usted tan generoso! Lo esperamos a las ocho.

Lo vieron alejarse, arrastrando su figura enjuta y pálida bajo el peso de los carteles, que se bamboleaban.

—Se ha puesto ripiosa.
—No me sea ignorante, comisario. Me dirigía a él en verso para no desentonar. ¿No ha oído hablar del teatro del siglo de oro? ¿Y qué puede haber en nuestros días más cercano a Segismundo que un dramaturgo que entona al cielo su canto inacabable: “Compro oro, compro oro, compro oro…”? ¡Ay, señor Magro, en una biblioteca se aprenden cosas! 

Al comisario le pareció que no estaba entendiendo nada. Miraba aturdido a su alrededor. Una vieja empezó a vaciar su tendedero mientras tarareaba “Soy minero”.

—¿Retomamos la marcha? Aún tenemos que registrar la casa de Arturo y debemos regresar a tiempo para el interrogatorio.
—¿Nosotros?
—No refunfuñe tanto. Tome, un caramelo de café con leche.
—¿Con piñones?
—¡Pues claro!

Se adentraron en el callejón que conducía al portal del espectador desaparecido. Las persianas del bloque entero estaban cerradas. El portero del edificio barría la acera sin la menor convicción.

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