El loro taciturno
En la explanada semicircular de cemento que se eleva,
rodeada de escalones, a un lado de la avenida Icària –una supuesta plaza,
rincón desangelado que flanquea un muro pintarrajeado y que pueblan cuatro
arbolitos temblorosos–, un grupo de palomas se revuelven ávidas en torno a un puñado
de tropezones de pan duro, cortados con esmero, que alguien trajo. De repente,
un loro verde lima –sin el menor parentesco con El pájaro verde ñoño y apostólico de mis primeras lecturas
escolares– se planta volando en mitad del corrillo, pesca el mejor trozo y se
lo lleva a una rama próxima. Ni siquiera interrumpe el ruidoso festín. ¿Para
qué iba a tomarse la molestia de quedarse allí abajo disputándose el pan seco con
nadie?
En bares y cenáculos, intelectuales y literatos se embarcan en discusiones acaloradas sobre puntos y comas, sobre imprescindibles lecturas novedosísimas y volúmenes antiguos que el tiempo puso justamente en su sitio, sobre proyectos prometedores o éxitos pasados. Se embarcan, principalmente y entre carcajadas malévolas, en intercambiar información poco difundida relativa a tal o cual colega –y que invariablemente lo deja en triste lugar– o en hacer escarnio de obras contemporáneas cuyo autor, conocido, está ausente aquel día. Mientras esto sucede en mil sitios a un tiempo, leo La Plaça Salvatge de Tomas Tranströmer –en la exquisita traducción de Carolina Moreno Tena que publicó Perifèric en el 2008– y me elevo, como un loro verde que sabe que no sabe barbotear, a contemplar el paisaje silencioso y profundo que dibuja el poeta.
En bares y cenáculos, intelectuales y literatos se embarcan en discusiones acaloradas sobre puntos y comas, sobre imprescindibles lecturas novedosísimas y volúmenes antiguos que el tiempo puso justamente en su sitio, sobre proyectos prometedores o éxitos pasados. Se embarcan, principalmente y entre carcajadas malévolas, en intercambiar información poco difundida relativa a tal o cual colega –y que invariablemente lo deja en triste lugar– o en hacer escarnio de obras contemporáneas cuyo autor, conocido, está ausente aquel día. Mientras esto sucede en mil sitios a un tiempo, leo La Plaça Salvatge de Tomas Tranströmer –en la exquisita traducción de Carolina Moreno Tena que publicó Perifèric en el 2008– y me elevo, como un loro verde que sabe que no sabe barbotear, a contemplar el paisaje silencioso y profundo que dibuja el poeta.
«Cansat de tothom que em ve amb paraules,
[paraules però cap
llenguatge
vaig marxar a l'illa coberta de neu.
El salvatge no té paraules.
Les pàgines en blanc s'estenen en totes direccions!
Ensopego amb petjades de cabirol en la neu.
Llenguatge però cap paraula.»
Tomas Tranströmer, «Del
març del 79».
[«Cansado de cuantos me vienen con palabras,
[palabras pero
ningún lenguaje
partí hacia la isla cubierta de nieve.
Lo salvaje no tiene palabras.
¡Las páginas en blanco se extienden en todas direcciones!
Tropiezo con huellas de corzo en la nieve.
Lenguaje pero ninguna palabra.»
Tomas Tranströmer, «De marzo del 79»,
versión en castellano de Pepa Pertejo.]
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