Felicidad redoblada y artificial

La hija mayor, de quizá ocho años, baila suave y tímidamente en la sala de espera. Está callada y probablemente cree que su sigilosa danza pasa desapercibida. Con este balanceo contenido hace acopio de felicidad para sentarse luego con una sonrisa decidida junto a la madre, cuyos ojos enrojecidos delatan la desesperación que oculta tras su aplomo.

La hija mayor pretende sin saberlo compensar con una felicidad redoblada y artificial el sufrimiento que a la madre le causa el hijo menor, quien, en una habitación cuya puerta sólo se abre dos veces al día, se debate entre la vida y la muerte.

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