Mujer ©
"Aunque algunas mujeres se afanen en encarnarlo,
el modelo nunca ha sido patentado."
El segundo sexo. Simone de Beauvoir
el modelo nunca ha sido patentado."
El segundo sexo. Simone de Beauvoir
Entre los 0 y los 18 meses de vida, Lidia no advirtió que, a su alrededor, todos se empecinaban en construirle un mundo de color de rosa. Nada le hacía pensar que la coloración uniforme de su entorno inmediato formaba parte de un plan preconcebido. Rosas eran su ropita, su cunita con bordadas sabanitas, su baberito, la cucharita y el platito, el biberoncito, la bañerita, la esponjita… Y también se esperaba que lo fuesen sus mofletitos y sus manitas redonditas. Rosa. Mientras fue un bebé no sospechó. Pero a los 24 meses, cuando llegó su hermanito y la casa se volvió repentinamente azul, Lidia comprendió que ambos eran distintos. Entre los 0 y los 18 meses del pequeño Víctor, tuvo que aceptar que, en su familia, el azul se prefería al rosa en más de un aspecto.
En el colegio todo iba como una seda. Sus padres tuvieron suficiente buen criterio para no escolarizarla por la Iglesia, en un centro femenino, y compartía sus horas y sus juegos con niños y niñas. Para ella, esa fue la época dorada de su vida: un tiempo en el que se subía a las higueras, intercambiaba cromos y echaba carreras con quien se atreviese a retarla. Si aquella profesora dulce y bienintencionada la reñía con suavidad por ser tan ‹‹chicazo››, ella la imitaba luego entre risas, acompañada de amigas y amigos que aún no entendían de ‹‹patrones sexuales de comportamiento››. También se mofaba de los ademanes militares de aquel profesor de gimnasia que dividía la clase en dos mitades: la primera, estrictamente masculina, dedicada a deportes de equipo y balón, y la segunda, relegada a saltar a la cuerda. Lidia era la reina de las imitaciones.
Llegó el día en que Víctor dejó de vestirse invariablemente de azul. Desaparecieron de la vista cucharitas y esponjitas, y la casa cobró una agradable diversidad cromática. Los Reyes Magos ya no traían juguetitos didácticos ‹‹de 0 a 3 años››. Su catálogo debía de haberse ampliado; de otro modo, Lidia no podía explicarse por qué ella se había pasado la infancia desenvolviendo más de un ‹‹baby mocosito››, fregonas y plumeros en miniatura, así como accesorios para una cocinita que tenía luz en la nevera y en el horno y cuya lavadora sonaba como si centrifugase. A Víctor no tardaron en caerle, como del cielo, una bicicleta, una pelota con el escudo de su equipo y un coche teledirigido. La única ventaja que parecía tener ella sobre él era que, de vez en cuando, Lidia recibía un libro.
El advenimiento del sujetador fue traumático. El surgimiento de las tetas y la imposición de aquella prenda represiva fueron terribles. Los amigos de toda la vida dejaron de mirarla a la cara cuando le hablaban, y se quedaban atontados con la vista fija en su pecho. En el patio, se divertían estirándole la goma del sujetador, que le pegaba un latigazo en el centro de la espalda cuando la soltaban. Sus tetas habían vuelto imbéciles a los chicos con quienes solía reunirse por la tarde, y las chicas (que cargaban sus propios pechos como una condena de la naturaleza) empezaban a retirarse nada más salir de clase para ir a ayudar a sus madres. Víctor le robaba sujetadores y cobraba a sus compañeros de colegio por enseñárselos a escondidas. Su madre no paraba de perseguirla por casa, diciéndole que si las abejas y que si las flores, y conminándola a tener mucho cuidado, pero sin especificar nunca con qué.
Sin nadie con quien echar una carrera, o darle unos toques al balón, o imitar a los maestros, Lidia recurrió a la Biblioteca Municipal. El primer día que se sentó sola en una de las grandes mesas rectangulares de la sala de lectura, unos chicos mayores que ella empezaron a mirarla y a hacerle señas para que saliese con ellos al pasillo. No se hizo rogar. La llevaron a un patio trasero un poco arrinconado y la invitaron a fumar. Fumó. Entonces uno de ellos la sacó del grupo y trató de camelarla con palabras sacadas de algún anuncio televisivo. Antes de que pudiese darse cuenta, la había tomado por la cintura y le apretujaba el culo mientras le relamía la boca y las orejas. Cuando ella le respondió atacándole con la misma torpeza sexual (brusca y a destiempo, grosera) y agarrándole el paquete, el universitario de primer año se asustó y echó a correr. Como no parecía que la estuviese retando a una carrera, Lidia le dio ventaja y esperó unos minutos para volver a la sala. Cuando llegó, el chico se había ido y sus amigos mantenían la mirada fija en los apuntes. Se puso a leer: había agotado el resto de posibilidades.
Víctor se gustaba muchísimo. No había que culparle. También les gustaba a sus padres. Más que nada en el mundo. Más que el apartamento en la playa, que el coche familiar, que la televisión en color. Infinitamente más que Lidia, desde luego. Decididamente, más que ella. A los ojos de papá y mamá, la niña se había convertido inexplicablemente en un grano en el trasero. ‹‹Tan rosita que era de pequeñita…››, solían suspirar pesarosos. A lo largo de los años, había defraudado cada una de sus expectativas. No había aprendido ballet ni costura, no sabía cocinar y sólo limpiaba el polvo a regañadientes, no tenía novio y quería estudiar, sí, pero no magisterio ni puericultura. Lidia era un desastre. En cambio Víctor era responsable y elegante; no necesitaba esforzarse para no hacer la cama o no poner la mesa; pedía o mandaba con naturalidad que se cumpliese cualquiera de sus caprichos y estaba preparando su acceso a la academia militar de Alcalá de Henares. ¿Qué más podían desear sus padres?
Lidia empezó a forjarse una nueva condición sexual, a construir su propio patrón de comportamiento. De hecho, el detonante de su determinación fue un hombre. En un libro Lidia leyó: ‹‹La hembra es hembra en virtud de una determinada carencia de cualidades››, y concluyó: ‹‹Quienquiera que haya escrito esto es idiota››. Consternada, advirtió que era Aristóteles quien firmaba el texto. De súbito, se obró en ella la revelación: si todos los pensadores más reputados eran tan ciegos como éste en materia de mujeres, de ningún modo valía la pena seguir leyéndolos. La existencia de hombres y de mujeres era obvia, lo había sido desde el principio de los tiempos; si la reflexión más profunda que ellos habían extraído de esta diferencia evidente era una afirmación así de ridícula, había llegado el momento de prescindir de su obra. El mundo necesitaba un nuevo pensamiento, lúcido y realista. A modo de acontecimiento fundacional Lidia se cambió el nombre. El que tenía evocaba la Fiesta Nacional, tradicional e impenetrable reducto de los machos. Se puso Lilith. Su madre no daba abasto encajando sus rarezas. Lilith sería la nueva hembra: lúcida y beligerante.
Con sus ahorros, Lilith compró los dos volúmenes de El segundo sexo de Simone de Beauvoir. Eran una compañía gratificante, estimulante. Al amparo de su lectura diaria, engendró el germen de su propia misión. Sigilosamente, se deslizó día tras día en la biblioteca municipal. Su tarea consistía en castrar el pensamiento machista. Leía y calificaba los textos y a sus autores considerando la ideología sexual que profesasen. Muchos hombres (como era de esperar) y muchas mujeres (lo que constituyó un descubrimiento descorazonador) incurrían en falta. Todos fueron a parar a la hoguera. Entendámonos, lo que ardía en realidad no eran los escritores sino sus libros. Lilith los quemaba de uno en uno en aquel patio trasero que ya nadie frecuentaba. Cuando hubo purgado todas las estanterías (en una labor de higiene moral que la ocupó durante meses), reemprendió el mismo proceso en la biblioteca de la universidad; luego, en las de las ciudades vecinas; más tarde, en todo el ámbito provincial; después, a lo largo y ancho de su comunidad autónoma; finalmente, a través del país. Otras mujeres se contagiaron y unieron sus esfuerzos a los de ella. La erradicación del pensamiento misógino extendía sus tentáculos a nivel internacional. La empresa de Lilith atentaba contra la libertad de expresión en aras de un fin más alto: la igualdad. Si nadie digno de ser tenido en cuenta avalaba aquellas ideas retrógradas y venenosas, más tarde o más temprano éstas quedarían obsoletas, se fosilizarían, se pulverizarían…
En su casa repudiaron a Lidia. Daban por hecho que había caído en las garras de alguna secta o que se drogaba. Víctor, en cambio, no paraba de darles alegrías. Si bien es cierto que tuvo que renunciar a su carrera militar porque preñó a su novia quinceañera, también es verdad que nada les pareció comparable a la emoción de ser abuelos. Les nació una niñita preciosa, una princesita, un caramelito de fresita. La bautizaron con el nombre de Inmaculada. El caso es que sin saber por qué (y a pesar de que todavía quedaban millones de libros por destruir, algunos de ellos aún inéditos) la casa de los papás de Inmaculada se vistió con una cunita, una bañerita, montañas de ropita, cucharitas, baberitos, esponjitas… de color verde.
infinidad d microcasualidades,a veces pareciera estar leyendo una autobiografia..
ResponderEliminarun abrazo hermana pertejo
La verdad es que veces una cuando escribe no sabe qué parte inventa y cuál adivina...
ResponderEliminarUn abrazo, ilse querida.