La confianza sin ceguera

Anhelamos sentir confianza. Cuando lo hacemos, reposamos en ella como en lecho seguro y confortable. La consideramos uno de los estados óptimos del ánimo y en ella crecen prodigiosamente la alegría, la determinación o la amistad.

Mas la saludable confianza tiene una doble, una impostora tuerta, coja, mezquina y gritona: la seguridad. Ambas se visten con los ropajes de la esperanza en que cuanto pueda salir bien, así lo hará. Pero se las distingue por un detalle nimio, una pluma de más en el sombrero, aunque crucial: la seguridad niega cualquier posibilidad de que algo se tuerza. La rechaza con la misma enconada terquedad con que el catastrofismo niega cualquier posibilidad de que algo fructifique. Seguridad y catastrofismo se asemejan mucho más que seguridad y confianza; se dan las manos y bailan vigorosamente a su son predilecto, el de la incertidumbre. ¡Qué espléndido guiñol sin fin escenifican en el teatrillo de nuestras cabezas! ¡La una pronostica abundancia festiva universal, el otro la aporrea con los agüeros lúgubres de la devastación, ahora tú y luego yo y vuelta a empezar!

Así las cosas, cierto grado de descreimiento resulta benéfico y recomendable. Ganamos si perdemos esa seguridad que se horroriza, con golpes en el pecho y demás aspavientos, de que según qué maldades e injusticias sean posibles. También si desechamos ese catastrofismo que se regocija en tener razón respecto al puntual advenimiento del fuego y la peste. Entregarse a remilgos y repugnancias cada vez que la realidad desmiente nuestras mejores expectativas, o deshacerse en vanaglorias cuando confirma las peores, equivale a derrochar nuestras fuerzas en humo.


 Fotografía: "Confianza", Salva Artesero.


Mientras, una confianza serena y atenta es capaz de asumir la amplitud de las manifestaciones de lo humano. Sabe que todo lo realizable es posible. Cuenta con que las grandes palabras admiten interpretaciones diversas y con que las grandes pasiones aguijonean al hombre en su fuero interno hasta que contempla como lícito lo que antes le hubiera parecido reprobable. No ignora que la sentencia cínica que afirma que "el fin justifica los medios" es credo para muchos, y que hasta hay quien la reformula como "mi fin justifica cualquier medio" para mejor seguirla a pie juntillas. Y advierte que las inquietudes morales no son límites físicos ni leyes necesarias, sino norte intangible en la brújula de cada ser humano, y que a menudo son tomadas a risa como cosas de niños o mojigatos.

Esta clase de confianza –aplomada y cauta, esperanzada sin ceguera– nos libera de la porción más inútil de la lucha: la de las largas y agotadoras alharacas tras cada contratiempo. Nos desvenda los ojos para que veamos la realidad en bruto, nos desenjaula el corazón y la cabeza para que comprendamos cabalmente lo que vemos y nos desencadena las manos para que podamos obrar en consecuencia.



"...los hechos se asombran cuando nosotros nos asombramos de que acaezcan..."
Ramiro Pinilla, Las ciegas hormigas

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